De pequeños nos enseñaron que, si nos esforzábamos, podíamos ser lo que quisiéramos; que todo estaba en nuestra mano, que el límite lo poníamos nosotros. Hoy suena tan bonito como irreal. El mundo ha dado varios vuelcos desde entonces y las expectativas generacionales cayeron por su propio peso. En realidad, muchos migramos en busca de lugares donde fuera posible cumplir esa promesa. Hoy la lección parece la contraria (aunque igual de desmesurada): no esperes nada, o espera lo peor. En ese futuro negro, poco importa dónde estés.
Podría parecer que este desencanto anula el “si quieres, puedes”, pero solo lo transforma. El espíritu de nuestro tiempo, en su individualismo descarnado, nos susurra: no esperes nada del mundo, solo te lo puedes exigir a ti. Nos convertimos en nuestros propios jefes y empleados, en víctimas y verdugos, en clientes y producto.
Vivimos entre la hiperpositividad de la autooptimización y un pesimismo cínico respecto al resto, entre un yo que “debe poder con todo” y un mundo del que “no se debe esperar nada”. En el último Debate berlinés sobre El No tratamos esta tensión desde perspectivas psicológicas, literarias y filosóficas: cómo salvarnos de esa vocecita que siempre demanda más y cómo resistirnos a la arrolladora corriente de estímulos que nos arrastra. Si logras leer esto sin saltar de pestaña, vas por el buen camino.
La trampa de la positividad
Byung-Chul Han explica en La sociedad del cansancio que hemos pasado de una sociedad disciplinaria, basada en la prohibición y la obediencia, a una sociedad del rendimiento, donde eres libre de elegir tus cadenas. Este nuevo modelo no se centra en el castigo, sino en la recompensa. Ya no se nos dice “debes hacerlo”, sino “puedes hacerlo”. Sin embargo, convencidos de actuar por iniciativa propia, respondemos a los estímulos con los que la sociedad nos moldea.
Podemos trabajar desde Vietnam y también comprar una casa en nuestra ciudad de origen, podemos emprender y también pegarnos un año sabático viajando por Latinoamérica, formar una familia y seguir yendo a festivales, ser polígamos y no tener ni celos ni dudas… Y si no lo conseguimos, es por culpa nuestra, por no esforzarnos lo suficiente o no ser lo bastante buenos. Ahí está la trampa: bajo el disfraz del deseo se esconde el miedo al fracaso.

Ya no hay un jefe gritando órdenes, sino una vocecita aún más déspota que nos susurra continuamente que podríamos estar haciendo más. El “poder hacer” (disfrazado de libertad) no elimina el “deber”, sino que lo interioriza y lo vuelve omnipresente. La obligación ya no viene de fuera, sino de dentro, y nos acompaña a todos lados. Nuestra mayor demanda interna es “tener que ser felices”, creyendo que esa felicidad es otra meta individual que se alcanza mediante autooptimización.
Ahí entra Un mundo feliz. Huxley entendió en su distopía que el placer funciona como mecanismo de obediencia en base a condicionamientos. “El secreto de la felicidad y la virtud consiste en amar lo que uno tiene que hacer. Todo condicionamiento se dirige a lograr que la gente ame su inevitable destino social.” Su error fue creer que un estado de satisfacción implicaría un mayor control sobre el individuo. La insatisfacción es la base del deseo, y el deseo manipulado es el motor del capitalismo. Un sujeto supuestamente feliz sería improductivo; por eso nuestros condicionamientos se basan en recompensas inmediatas (y en reforzamiento intermitente): un reel, un like, un match, una compra en Amazon, un Burgermeister a domicilio (tranqui, has logrado 10 000 pasos en tu Apple Watch; te lo puedes permitir).
El No como resistencia
La hiperactividad de la sociedad del rendimiento, con su constante invitación a tener, vivir y ser más, genera pasividad. Cuanto más rápido gira la rueda del hámster, más difícil es salir de ella.
En este contexto, la negatividad del No es un acto de afirmación. Poner límites es una forma de integridad: ejercer un poder real frente al entorno que nos arrastra. En terapia se repite mucho esa idea de “aprender a poner límites”; no es solo un recurso práctico, sino un gesto de autonomía y validación.
Camus, en El hombre rebelde, adaptó el “pienso, luego existo” de Descartes por “me rebelo, luego existimos”. El rebelde, al decir no al poder que lo somete, dice sí a su existencia, y también a la de su opositor; es decir, dice sí a un mundo en común. Si alguien me dice no, está reconociendo un límite compartido. Sin el otro que me ve, uno no existe. Lo contrario sería vivir en un videojuego lleno de NPC (los non player characters de los videojuegos), un poco como darse una vuelta por Berlín, todo sea dicho.

Sin embargo, esta idea de poner límites al otro se ajusta mejor a una sociedad disciplinaria. En la sociedad del rendimiento no hay castigo desde arriba, sino desde dentro. El caballo se adiestra con zanahorias. Decir no al caramelo es resistirse a la corriente incesante del “puedes más”. Como dice Han, el sujeto actual solo conoce dos estados: funcionar o fracasar. Decir no a las demandas interiorizadas, a lo que uno “podría” (es decir, “debería poder”), tiene como precio la culpa y la vergüenza de un supuesto fracaso social.
Quizás sea ese el monstruo contra el que hoy nos toca rebelarnos: el del éxito/fracaso. La culpa y la vergüenza son emociones sociales que se activan ante el juicio, pero, en este caso, ¿ante el juicio de quién? Los otros se convierten en espejos distorsionados desde los que evaluarnos. Quizás hoy lo importante sea decirle no a nuestra imagen y sí al otro que reconozco y me reconoce.
Cinismo y esperanza
El cinismo es una estrategia para protegernos de la decepción, y la decepción es lo que sentimos cuando nuestras expectativas no se cumplen. En vez de reestructurar nuestras expectativas, las abandonamos y justificamos esta resignación mediante una actitud hipercrítica. El cinismo no protege, anestesia (léase Mi año de descanso y relajación).
Las sociedades pesimistas suelen volverse conservadoras y, poco a poco, reaccionarias. Pero también es cierto que, viendo el panorama, el optimismo parece ilógico. Vale la pena preguntarse a quién beneficia el discurso catastrófico. A este respecto, me parece muy interesante la tesis de la filósofa Marshall Navsman sobre el positivismo como una obligación ética. No desde la lógica, sino desde la moral. Los humanos debemos ser optimistas para lograr un mundo mejor: un optimismo social, centrado en el nosotros y no el yo.
Ernst Bloch hablaba de la esperanza como “consciencia anticipatoria”: la capacidad de imaginar lo que podría ser. Se trata de una habilidad intrínsecamente humana, la de anticiparnos a posibilidades futuras e intentar hacerlas realidad.
Reprimir nuestra capacidad de concebir futuros mejores por miedo a decepcionarnos es negar parte de nuestra esencia como humanos. El pesimismo casi nunca se equivoca, ya que en parte limita nuestra capacidad de cambiar las cosas. La esperanza, en cambio, no garantiza acierto, pero mantiene abierta la posibilidad de transformación.
Personalmente, me resulta difícil imaginar la felicidad sin ilusión por lo que la vida pueda deparar. Quizás sea un ingenuo, pero prefiero ser feliz (o intentarlo) a llevar razón.
Siguiendo el hilo de nuestros Debates Berlineses, el siguiente tratará sobre la alegría. Te invitamos a darle un poquito de luz a esta maravillosa comunidad el viernes 21.11 a las 18:30 horas en la Librería La Escalera. Si quieres seguir explorando este y otros temas desde una perspectiva psicológica, literaria y migratoria, puedes encontrar más textos en la newsletter de Psicología Migrante o en mi cuenta de Instagram.
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