En la vida de cada persona se dan sucesos importantes que implican cambios profundos en su desarrollo. Para quienes vivimos en el extranjero, el haber emigrado es sin duda uno de ellos. Pero, además de un suceso, la migración es un proceso dinámico y psicológicamente complejo.
A diferencia de otros sucesos/procesos importantes que cambian la identidad de la persona para siempre, como por ejemplo ser madre o padre, la persona que migra lidia con un proyecto de vida mucho más incierto en relación a su propio “yo”; es decir, en relación a quién es y a quién quiere ser.
El deseo y la pena por volver y no quedarse, o por quedarse y no volver, generará dudas, frustraciones, ambivalencias, emociones encontradas y sentimientos de pérdida. La persona irá pasando por diferentes fases durante la migración, fases que se repiten cíclicamente, y que se relacionan con diferentes crisis y conflictos de personalidad(es). Veamos a continuación ciertos componentes psicológicos que entran en juego en estos conflictos de identidad que un/a migrante suele experimentar.
Identidad social
La identidad individual y la identidad social son las dos caras de una misma moneda. Una persona necesita tanto identificarse con sus grupos de pertenencia, como la diferenciación de su ser como individuo; al fin y al cabo, establecemos nuestra singularidad mediante comparaciones con los otros.
Se dice que una persona tiene tantas identidades sociales como grupos de pertenencia: su identidad familiar, su identidad como pareja, su identidad profesional, su identidad en Alemania, su identidad en España, etc. Uno puede quizás clasificarlas por importancia, priorizarlas; sin embargo, estas se activan de manera principalmente inconsciente para adaptarnos a las situaciones concretas en la que nos encontremos.
Un ejemplo de esto sería aquella persona alemana que pudimos conocer en otro país y que cuando volvimos a verla en su Heimat era completamente diferente. La realidad es que a nosotros nos pasa lo mismo, quizás un ser querido no español (pareja o expareja, por ejemplo) nos dijera que parecíamos otra persona cuando nos acompañó a España de vacaciones.
Pensamos, sentimos y nos comportamos diferentes dependiendo de qué identidad social esté más activa, y esta se activará automáticamente acorde al contexto/situación en la que nos encontremos. Lo cual implica que, si en una situación concreta se activan dos personalidades aparentemente opuestas, entraremos en un conflicto interno. Por ejemplo, cuando varios amigos/as “de toda la vida” vienen a visitarnos a Berlín.
Equilibrio entre el “yo” y el “nosotros”
La necesidad de pertenencia al grupo es algo implícitamente humano, pero cuán fuerte sea esta necesidad dependerá de cada persona y sus circunstancias. Una fuerte activación de este “we-ness” conlleva cierta disociación con el yo individual, con el “me-ness”. Si la identidad social, relativa a un grupo en particular, gana fuerza a expensas de la individualidad, la persona puede perderse en ese grupo, fusionarse con él, “desindividualizarse”. La desindividualización implica pensar, sentir y comportarse como uno cree que el miembro prototípico del grupo debería hacerlo.
Esto es, a su vez, reforzado por los miembros del mismo grupo: “uno de los nuestros”. La persona pierde su propia identidad para tomar la del miembro prototípico, para ponerse esa máscara y olvidarse de su auténtico rostro. Esto puede llevar a un rechazo ante “los otros”, es decir, ante los miembros de otros grupos (nosotros vs ellos).
Pensemos en nuestra época adolescente, entonces nos identificábamos con nuestro grupo de iguales (amigos), catalogándonos dentro de cierta subcultura a partir de gustos, estilos, intereses, modo de comportarnos, modo de hablar, etc. Esto nos ayudaba tanto a identificarnos con los nuestros como a diferenciarnos de los otros, especialmente, a diferenciarnos de los adultos, que nos menospreciaban y se creían con el derecho a decirnos lo que teníamos que hacer.
Pero no nos engañemos. Esta fase del desarrollo fue necesaria para construir una identidad propia diferenciada de nuestros padres. Partiendo de ella, pudimos desarrollarnos como individuos. Pero ¿acaso no ocurre algo parecido cuando emigramos?
Durante el famoso choque cultural, se suele pasar al principio por una fase conocida como “luna de miel” en la que todo lo nuevo es maravilloso y el lugar de acogida se idealiza. Si la persona emigró por falta de oportunidades, es natural que muestre cierto rechazo hacia su sociedad o sistema social de procedencia, ya que no se siente valorado/a por el mismo.
Este rechazo implicará una separación, una diferenciación con la sociedad de origen y una identificación con la sociedad de acogida. Sin embargo, la persona no tardará en despertar de su ensoñación inicial al tomar consciencia de las numerosas dificultades que implica ser un migrante y lo poco realistas que podían haber sido sus expectativas.
Entonces ocurrirá lo contrario, un rechazo hacia la sociedad de acogida, que antes había sido idealizada, y una necesidad por encontrar un grupo de iguales con los que identificarse (otros migrantes de lengua castellana por lo general). Estos conflictos no solo son normales, sino incluso necesarios para la adaptación a una nueva cultura y a una realidad. Mediante estos procesos, que pueden repetirse cíclicamente, se irá desarrollando una nueva identidad.
Duelo migratorio
En psicología, cuando hablamos de duelo, nos referimos a pérdida. No sería exagerado decir que, como emigrantes, hemos dejado una parte de nosotros atrás. Un momento importante del duelo llega cuando debemos aceptar que aquello que dejamos, en cierto modo, ya se ha perdido.
- · El duelo migratorio es múltiple: familia, amigos, las personas de tu grupo, la tierra y el clima, la cultura, la lengua, el estatus y, en ocasiones, la salud.
- · El duelo migratorio suele ser parcial, ya que la pérdida no es total, quedando la posibilidad de regresar.
- · El duelo migratorio es recurrente, es decir, se reactiva debido a sucesos o etapas, como al volver de vacaciones o al pensar en nuestros abuelos o padres durante la pandemia.
Todo esto implica un duelo complejo que puede y suele acarrear conflictos en la misma idea de quiénes somos.
Tras las primeras fases de adaptación, se comienza a reflexionar sobre el futuro a medio y largo plazo, sobre un posible proyecto de vida aquí y/o allí. Estos planes imaginarios empiezan a ser confrontados con la realidad generando crisis, ya que uno debe tomar decisiones que implican encaminarse por una de las posibles direcciones. Los detonantes de estas crisis pueden ser desde decisiones existenciales como tener hijos, hasta cosas más nimias como registrarse en la embajada o comprarse un frigorífico.
Este es un punto crítico y tiene que ver con nuestro proyecto de futuro en relación con nuestro “yo ideal” (quienes queremos ser). Si la persona decide quedarse, sentirá una gran ambivalencia o multivalencia emocional.
Será este el momento en el que empezará realmente a trabajar la pérdida, ya que antes existía la idea de que uno podía volver a lo que se dejó. Se rompe también la ilusión de que, si uno volviera, todo seguiría como antes. La pérdida es inevitable porque ya existe. En este proceso, uno puede volver a abrazar su cultura de origen y, por ejemplo, apuntarse a clases de flamenco o tomar parte en asociaciones de migrantes. Lo perdido se idealiza e, incluso, se romantiza.
El ciclo se vuelve a repetir y, entre tanto, vamos cambiando, vamos evolucionando, nos vamos reinventando.
Texto: David Guerra. Colaboración de Berlín Amateurs con Psicología Migrante (consulta de psicología especializada en el apoyo a migrantes y expatriados españoles y latinoamericanos)
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