La novela por entregas de BA
Una historia de ficción. Por Daniel Zimmermann
—Bienvenido a funnyJet, le atiende P…, ¿en qué le puedo ayudar hoy?
—Oiga usted, señorita, quería comprar un vuelo para ir a visitar a mi nieta que vive en Ginebra.
—¿Desde dónde vuela usted y en qué fechas?
—Antes me gustaría hacerle algunas preguntas porque no sé muy bien cómo va esto.
—¿Qué dudas tiene?
—Es que no sé muy bien cómo va esto de comprar vuelos por teléfono. ¿Cómo pago al final? ¿En el aeropuerto o cuando recoja los billetes?
—Se paga con tarjeta de crédito cuando finalicemos el proceso de compra. No hay que recoger ningún billete porque se trata de billetes electrónicos. Yo le daré una clave y con eso y su documentación vigente, será suficiente para volar.
—Ah, ¿entonces le tengo que dar los datos de mi libreta del banco?
—No, señor. Me tiene que dar los datos de su tarjeta de crédito.
—¿Y eso qué es?
—Una tarjeta de crédito es un trozo de plástico rectangular que sirve para pagar, tanto si uno tiene dinero en el banco como si no, aunque más lo segundo, la verdad… Es del tamaño del dni.
—¿Cómo un trozo de plástico…? ¿Qué es eso? No entiendo… Yo lo que le puedo dar es el número de mi cuenta.
—Me temo que no es posible pagar a través de ese método.
—Pues lo pago en el aeropuerto.
—Tampoco se puede. Si quiere pagar en el aeropuerto tendrá que comprar el billete directamente allí, pero no por teléfono. Gracias por llamar a funnyJet, buenas tardes.
***
PABLO. Uno de esos chicos bonachones cuya máxima aspiración a sus veinte y pocos años, no era otra cosa que no fuera proclamarse vencedor absoluto del mismo juego de rol informático con el que se entretenía desde hacía por lo menos cinco años: World of Warcraft. Un freak de los ordenadores al que terminamos cogiendo algo de cariño que venció al final la aversión original que todos le proferíamos al principio.
A Pablo le encantaba la comida basura y cortarse las uñas de los dedos de las manos en medio del call center. La primera vez que oímos el clic tan característico de los cortauñas a nuestras espaldas, no pudimos creerlo. Las sospechas se confirmaron. Y aquí también pasaba lo que casi siempre: lo que da asco a algunos, parece ser lo más natural para otros. Lo incomprensible era tan relativo.
Medía casi lo mismo de alto que de ancho, con la particularidad de que era muy alto. Se pirraba por las mega hamburguesas del diner americano The Bird en Prenzlauer Berg. Allí incluso participó en el concurso de ‘a ver quién se come más alitas picantes en el menor tiempo posible’ que organizaba el restaurante con motivo de su primer aniversario, animado por el apoyo logístico de la media plantilla que le acompañó en tan particular azaña. Pero sólo quedó segundo.
Pablo mantenía siempre-siempre viva la conversación cuando los silencios se hacían demasiado largos con teorías disparatadas en las que clasificaba, por ejemplo, al buen drogadicto, cualquiera de nosotros, del mal drogadicto, los que aparecían en los documentales de la tele sobre delincuencia juvenil y marginación. Su voz era perceptible en cualquier punto del call center. Sus decibelios provocaban caras de fastidio a su alrededor cada mañana en el vagón del Regional Express en el que se encontrara, tanto si hablaba con otros compañeros como si roncaba.
Él se disculpaba aludiendo a la resonancia de su portentosa caja toráxica. Era otro cotilla consumado dotado con un don especial para dar la impresión de que no estaba escuchando. No podías mantener una conversación confidencial si él se encontraba a algunos metros a la redonda. De hecho, se tomaba la libertad de participar en ese tipo de conversaciones ajenas en cuanto las detectaba. Se pirraba por la información ajena, pero no era capaz de compartir mucho de la suya propia. Pensábamos que era virgen y así se lo hicimos saber. De la manera más astuta, claro:
—Eh, Pablo, ¿cuándo fue la última vez que echaste un polvo?
Una pregunta cerrada que Pablo se esforzaba en eludir de la peor de las maneras penosas que acabó por confirmarnos que estábamos en lo cierto. Al fin y al cabo, tenía sólo veintidós años.
Tenía cierta fijación por los pies de las chicas y un completo descaro le impulsaba a decir cosas o a emitir dictámenes que dejaba aplastado al personal femenino al que se dirigiera:
—Oye, Marina, escucha…, quizá deberías visitar a un especialista y tal por el tema de tus piernas uniformes en los tobillos…, ya sabes lo que quiero decir…
—¿Qué? ¿Me estás diciendo acaso que tengo los tobillos gordos? ¿Pero tú te has visto en un espejo?
O:
—Oye, Laura, esas sandalias no creo que hagan mucha justicia a tus pies…, quizá deberías ponerlos de vez en cuando en remojo en agua caliente con sal y vinagre…
—Supongo que ésa es tu manera cariñosa de decirme que tengo durezas, ¿eh?
Y claro, también decía cosas como:
—¡Ey!, he encontrado un sitio donde hacen unas costillas de cerdo ¡brutales!
PACIENCIA. La paciencia se agota cuando se exige demasiado de ella. La paciencia es un don del que carece gran parte de la humanidad. Don, por otra parte muy humano, lo cual no deja de maravillarnos por lo contradictorio de la apreciación. No sé quién dijo, y no sé si quien lo dijo era un personaje real o de ficción, que ‘hay gente que nace humana; al resto nos cuesta toda la vida conseguirlo’. Eso en el hipotético caso que demos por supuesto que se consigue en un momento exacto, aunque sea ya tarde, de nuestra existencia.
A todos nos cuesta ser paciente, para qué vamos a engañarnos afirmando cualquier otra cosa, barra, aberración, que no es la verdad. Si al principio nos tragamos los gritos y la altanería del otro lado de la línea telefónica por miedo a que nuestra desfachatez quedara grabada y posteriormente localizada por un hipotético analizador de la calidad de nuestro servicio, lo cierto es que pronto nos convencimos de que allí sólo se grababa el veinte por ciento de las llamadas —y eso era tirando mucho por lo alto— y que rara era la vez en la que uno de los agentes era desenmascarado en pleno proceso de transformación, que llamaremos Mr. Hyde, es decir, la antítesis de lo que se espera de un servicio de atención al cliente.
La paciencia y la compasión del manual fueron hábilmente sustituidas por el control y el poder absolutos que ejercíamos en cada llamada, en cada mail también. Éramos los amos de la comunicación oral y escrita con quien tuviera la osadía de retarnos a un litigio verbal en el que los clientes tenían mucho que perder y más que callar.
PACO NEUMANN. En cada vida había sus tormentas. Cierto es que tenía sus rarezas, pero era tolerante con las extravagancias de los demás. A Paco había que quererlo, y quererlo muy bien y mucho, para soportarlo. Era una de esas personas a las que todo el mundo le caía mal hasta que le demostraban lo contrario. Él también solía caer muy mal, de todos modos. Era tan ególatra que creía que el universo desembocaba en él y por lo tanto debía mantener su rango.
Únicamente se expresaba en tiempos verbales imperativos. Según el coach y quienes se encargaban de la valoración de su trabajo, Paco tenía la voz y la conducta más seca de todo el call center cuando hablaba con los clientes, por mucho que él arguyera seriedad y profesionalidad en su defensa. Suma a eso la ausencia de por favores y gracias y tendrás al agente más arrogante de funnyJet. Paco intimidaba por igual a clientes que a compañeros.
Su aspecto daba una impresión de vaga elegancia. Había en sus ojos sorpresa, consternación, desprecio y una especie de horror acorralado. Y estrabismo. No sabíamos de dónde sacaba tanta soberbia, tanto sarcasmo, tanto descaro y tanta acidez, a menos que no manaran de él de forma natural. Y tanta gracia, también hay que decirlo. Así como tampoco nos explicábamos cómo una persona de este tipo podía mostrarse en ocasiones tan sensible, tan vulnerable, tan indefenso. Paco podía ser tan descarado como tímido, tan educado como deplorablemente irrespetuoso y grosero, tan bondadoso como pérfido, tan vanidoso como inseguro, tan egomaniaco como humilde. Tan irascible como cariñoso. Entre cándido y corrosivo.
Era como si hubiera perdido la noción de fronteras. Hacía diabluras comparables a las de un niño. A las de un adulto también. Cada lunes, Paco llegaba anunciando que se había enamorado ese fin de semana. Aunque todavía debía determinar exactamente, con ayuda y paciencia de sus compañeros, de quién de los cuatro chicos con los que se había acostado por separado.
Había veces en las que se reconocía en él a una persona vitalista, eufórica que desde la sonrisa socarrona de su cinismo quería espetarnos, en ocasiones hasta con palabras sonoras invirtiendo para ello cierta carga de absurda alegría:
—Mira tío, al final me di cuenta de que se sobrevive a todo. Se te cae el mundo encima muchas veces, te sacudes los escombros y sigues adelante.
También decía cosas como:
—¿A qué nivel? ¿Será verdad? ¡Qué valor! ¿Pero cómo te atreves? ¿Tú crees? ¿En serio? ¡Tú lo flotas, tía! ¿Crees que me he pasado? ¡Me has traído suerte! ¿Ah sí? ¡Qué loser! Alguien tenía que hacer el papel de villano. ¿Crees que es too much? ¡Soy un niño grande! ¡Pero si yo soy súper naïf! ¿En plan bien o en plan mal? ¿Y qué más? —. No todo al mismo tiempo, claro.
Pero a veces actuaba como si le hubieran quitado el suelo de los pies. Ese paso de la euforia a la depresión, del cielo al infierno, esa caída… Sin exteriorizar las alegrías excesivas ni las aflicciones exageradas. Trastornos del carácter. Pasaba de la calma a la agitación en cuestión de segundos. Décimas de segundo si ya había ingerido el medio litro de Club Mate que se bebía todos los días.
Había algo dentro de él que lo impulsaba a estar mal. Él mismo se cuestionaba si iba camino de la locura a secas. Pero, cierto era que nadie en su malsano juicio temía plantearse ese tipo de pre-destinamientos. Simplemente, se dejaba llevar. Al fin y al cabo, la locura no era más que un desplazamiento dentro de la razón, una manifestación de la lógica misteriosa de la que formamos parte.
Se le intuía en otro lugar. A veces lejos, a veces demasiado cerca. A veces ahí sin realmente estarlo. Creía que no, pero quizá todos podían ver dentro de él con la claridad con la que se ve una fotografía en un álbum. Percibía las cosas de manera especial. Y especial aquí no es una metáfora. Especial de anormalidad, de rareza incomprensible, de retrasado mental. Presente y ausente al mismo tiempo.
Era un ser de otro mundo. No de Marte, no de Melmac, no de Criptón. Ni siquiera de ninguno situado en la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Un planeta que ningún autor —ni siquiera de ciencia ficción— se había molestado en imaginar en la literatura con anterioridad. Digamos que era una persona algo borrosa. Un holograma. Muchas veces no sabías si en realidad era una persona de verdad.
PANORAMABAR. O el templo, pues contaba con un buen surtido de fieles devotos. Pasar por Berlín sin atravesar su dintel de entrada era lo mismo que considerarse católico sin ni siquiera estar bautizado. Una aberración. Panoramabar –de talante ambiguamente mixto– se encontraba en la parte superior del recinto que también compartía con Berghain. Abría sus puertas los viernes y los sábados, con el privilegio de que cuando Berghain chapaba sus instalaciones, Panoramabar revivía hasta el final de sus consecuencias –y los que quedábamos, con ellas– gracias a una nueva inyección (sobredosis alicaída entonces) de público procedente de la planta inferior, avivado por el abrir y cerrar frenético de sus inolvidables persianas. Si hay algo que enganchaba de Berlín era la capacidad de que cada fin de semana se pudiera entrar a un club cuando era de noche y abandonarlo cuando el sol ya hacía mucho que había caído otra vez.
Allí solíamos invertir a veces más de dieciséis horas de fiesta cada sesión. Interrumpidas sólo por regulares peregrinaciones al baño. Alcohol, speed, cocaína, cristal, ketamina, marihuana, ghb, sonrisas verdaderas y falsas, minimal techno. En ese orden. Te doy la paz. ¿Alguien daba más? Pero sobre todo, alcohol. Una Becks, tres euros. Generalmente, pasábamos de la docena por cabeza. Ninguna persona sana necesita comer.
PETER PORKINS. Me enamoraba de cualquiera que no me hiciera daño. Me enamoraba de cualquiera que me hiciera daño sin querer. Ése parecía ser mi leitmotiv respecto al amor, ésa otra oscura amenaza. Lo más atractivo de Peter Porkins, era sin duda, su puesto. Su retrato merece ser explicado en detalle. Lo haré sin exagerar. Su rango de jefe supremo de funnyJet lo revestía de un magnético sexappeal que desde luego no tenía, de un halo seductor del que se habría visto despojado de haber sido él un currante de baja estofa como otro cualquiera. Sus rasgos eran más bien anodinos. No había nada que se pudiera destacar –para bien– de su cara.
Tampoco se puede decir que me enamorara de él, pero todo el mundo estaba tan pendiente de si: a.) Peter se apuntaba mi número de teléfono en su Black Berry, b.) me saludaba, c.) me llamaba para localizarme en pleno concierto de Madonna, d.) o si sencillamente me proponía tomar algo un jueves por la noche en Möbel Olfe, que digamos que me vi obligado a satisfacer la curiosidad, las necesidades afectivas ajenas y los rumores de mis compañeros de trabajo.
Aunque en realidad era una soberana estupidez, me resultaba divertido confirmar que por fin me había liado con él. Sin dramas, ni exageraciones. Y digamos que mi finalidad última y puede que también la primera, fuese que pudiera constar un servidor en la lista de afortunados para el disfrute del Staff Travel de Peter Porkins, que jamás pude conseguir a pesar de sus promesas al respecto. Ni el Staff Travel ni a Peter Porkins, la persona, no su carne. Cierto es que me interesaba más poder viajar gratis que él. ¿Por qué no iba a acostarme con él por eso? Ya me había acostado con muchísimos otros por nada o por menos.
Aún no sé si al día siguiente me estaba castigando por haberlo reducido todo a unos besos, restregones y morreos a finales de aquel agosto en el Bar 25 cuando le dije que no me iba con él a su hotel. Puede que le hubiera calentado el horno para no meter nada después, pero a cierta edad uno se da cuenta de que lo de follar en pleno colocón con tu jefe no puede ser una buena idea.
Aunque el lugar de trabajo de Peter Porkins como ejecutivo estaba en el hangar sesenta y nueve del aeropuerto de Londres Luton, planeaba sus visitas a Berlín en función de las fiestas que la ciudad y sus garitos favoritos tuvieran a su vez planeadas. Uno de sus quehaceres era precisamente la supervisión de los call centers en Berlín, Poznan, Gurgeon y Marrakech. Así que era fácil adivinar cuándo tendríamos el culito respingón de Peter Porkins desafiando la gravedad por los pasillos, con sólo echar una ojeada a la programación de Berghain, Möbel Olfe o Watergate. Si ésta era mínimamente potente, allí encontraríamos a Peter. Y si queríamos simplificar, echábamos un vistazo a sus vuelos programados en la base de datos de funnyJet y listo.
Todos vivimos según distintos relojes y calendarios. Una hora era lo que empleábamos en resolver tres correos electrónicos y cinco llamadas en uno de nuestros días más productivos. Media hora, lo que tardaba una pastilla para ponerte a tono. Una semana equivalía al tiempo que rellenábamos de cualquier manera imaginable antes de volver a Berghain. ¿Tres días? La recomposición de la química cerebral, esto es, la recuperación de un bajón. Todas las estaciones hasta llegar al verano, correspondían a la espera del Bar 25. ¿Cuatro años? Exactamente lo que tardábamos en recuperarnos emocionalmente casi del todo de una relación de esas complicadas por las que nos pirrábamos.
Las visitas periódicas de Peter por motivos de trabajo a Berlín seguían el compás de las agujas temporales que marcaban la programación de sus clubs favoritos. Y por mucho que el tiempo y los relojes en algunos momentos contuvieran la respiración ante nuestra temeridad, lo cierto es que nunca más volvimos a ser tan jóvenes como en aquellas noches. Con o sin Peter Porkins de por medio.
Peter Porkins se atrevió de calificar de unprofessional nuestro…, ¿cómo podría calificarlo?, a la mañana siguiente de haber rechazado su proposición de irnos juntos al hotel Hibis, junto al Bar 25, donde se alojaba. Sin embargo, lo de meterse tiros de speed con algunos de nuestros compañeros de trabajo, o acabar semi inconsciente por el abuso de ketamina en casa de uno de ellos aquella víspera de Navidad poco después de conocernos, nunca supimos lo que le parecía. Digamos que Peter se creía todo un profesional. Un dios. Del sexo y del trabajo. Me río yo de Peter y de la mitología griega.
En el call center circulaba una ingenua teoría sobre él: su padre le había pagado un máster cuyo prestigio le había situado en las distinguidas esferas del ejecutivo de funnyJet. Una teoría, digamos que no muy rebuscada. Ni demasiado original ni demasiado grotesca. ¿Cruel y fruto de la envidia? Podría ser. Aunque ya sabes lo que dicen: lo malo de empezar en la cima es que a partir de ahí, todo es cuesta abajo. Si es que podemos calificar de cima trabajar en las altas esferas de funnyJet.
Supongo que tendría sus virtudes, pero ahora sólo me apetece recordarlo como aquel capullo sonrosado y mofletudo que decía cosas como ‘conozco a mucha gente famosa en Londres’ entre morreo y morreo, te comía la batería y –sobre todo– el saldo del móvil enviándote la secuencia interminable e impagable de mensajes internacionales de los que esperaba siempre respuesta, en lugar de llamarte desde el mismo número inglés de su móvil de empresa. Amén de que la mayor parte de las cervezas y chupitos de Jägermeister que rodaron aquella tarde y noche en el Bar 25 por el gaznate de Peter Porkins corrieron por gentileza del que suscribe. Peter Porkins era bastante cutre, ya lo has leído antes.
PERLA. Desde luego, pocas como ésta; sólo una lo que duró la vigencia de nuestros contratos, que en algunos casos sobrepasó los dos años:
Quiero dar las gracias a los miembros de las tripulaciones de los aviones en los vuelos realizados con su compañía los días 15/11/2008 y 17/11/2008 destino Madrid-Sofia y Sofía-Madrid por las atenciones recibidas de su parte. Espero que la política de la compañía en el aspecto de atención al pasajero no cambie, pues ha sido inmejorable. Muchas gracias de parte de ‘las chicas de oro’. Espero que este mensaje les sea trasladado con nuestras felicitaciones.
***
Estimada Sra. Lodeiro:
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Atentamente
Estefanía Mena
funnyJet Atención al Cliente
PETERSMANN. Petersmann era una multinacional alemana dedicada a los medios de comunicación que cosechaba aluviones de premios en todo el planeta por sus logros, por su supuesta elogiable gestión empresarial. Nadie se molestaba jamás en rascar un poquito con la uña aquel envoltorio deslumbrante de papel de celofán. Petersmann era muy bonita por fuera, con todas aquellas ganancias, cifras elocuentes, todos aquellos millares de trabajadores y hasta una fundación. Al igual que los jeroglíficos egipcios, siempre eran más bellos para quienes no los sabían leer.
Según encuestas que circulaban en aquellos tiempos por los medios de comunicación, Petersmann era la empresa alemana peor considerada y valorada por los propios alemanes. Empezaron vendiendo biblias y canciones religiosas. Y seguía siendo en aquellos tiempos uno de los imperios mediáticos más importantes del mundo. El consorcio tenía una organización descentralizada basada en la delegación de responsabilidades, en la libertad a la creatividad de empleados y en un ambiente social ejemplar en la gestión de personal, algo que la empresa llamaba: El modelo social Petersmann. ¡No nos hagan reír!
Era famoso su círculo de lectores que en todo el mundo aglutinaba a unos sesenta millones de socios, su discográfica y sus pinitos en la producción de cine y televisión. No había ámbito empresarial en el que Petersmann no hubiera posicionado las ventosas babeantes de sus fornidos tentáculos. Su fundación hacía las veces de lavado de cara, después de unas estrechas relaciones en el pasado con la cúpula del Tercer Reich.
Petersmann publicó libros antisemitas y se benefició de forma indirecta del trabajo forzado de judíos. Digamos que el trabajo forzado de los judíos de ayer se transformó en el trabajo forzado y mal remunerado de los trabajadores actuales de Cagator Services, por mencionar sólo una de sus filiales. Los vínculos con la alta jerarquía nazi, permitieron que Petersmann se convirtiera en la mayor editorial durante la guerra. Era el principal proveedor del ejército alemán repartiendo libros entre los soldados en el frente que contenían propaganda nacionalista, antibolchevique y racista.
Los conceptos de liderazgo de Petersmann se basaron, según sus dirigentes, en la libertad y la humanidad en una corporación que se autoproclamaba cosmopolita con un fuerte sentido de la responsabilidad hacia sus empleados. Las compañías y divisiones de Petersmann se caracterizaban por su autonomía máxima donde los empleados estaban incluidos en las decisiones, era lo que rezaba en los dosieres de prensa elaborados por Petersmann.
En 1947, por entonces sólo un negocio editorial, la quinta generación Petersmann expandió la firma más allá de la publicación y distribución al introducirse en nuevos sectores y mercados. La venta de libros por catálogo, fue una de sus hazañas brillantes, una de sus grandes ideas poco convencionales por aquel entonces. Petersmann se diversificó hacia la industria, los servicios de comunicación, el mercado de las revistas, la televisión y la música. Los años sesenta fueron decisivos en la expansión internacional de Petersmann. En 1993 gran parte del capital familiar de Petersmann se transfirió a la fundación que lleva el mismo nombre.
El capital de Petersmann, cuando fuimos contratados por Cagator Services, pertenecía a la familia en un veintitrés coma uno por ciento. El resto correspondía a activos de la fundación Petersmann. Sus divisiones más importantes eran Cagator Services (compañía que ofrecía servicios de comunicación en treinta lenguas asociados a la ‘atención al cliente’ a través de sus doscientas setenta subsidiarias, con presencia en treinta y cinco países), Indirect Group (venta de libros por catálogo y/o multimedia que contaba con más de quince millones de miembros en dieciséis países), Gruner + Monat (editorial encargada de la publicación de más de quinientos periódicos y revistas en treinta países), la editorial Zufall Haus (con sus ciento veinte editoriales independientes en diecinueve países, que publicaba más de once mil nuevos títulos anuales), el grupo LTR (cuarenta y cinco canales de televisión y treinta y dos emisoras de radio presentes en once países, líder del entretenimiento europeo). Hasta 2008 contaba con el cincuenta por ciento de la discográfica PMG (Petersmann Music Group) vendida a Sony en octubre ese mismo año.
La mayor parte de los beneficios de Petersmann procedían en un treinta y cinco por ciento del Grupo LTR y de Cagator en un treinta coma dos por ciento, seguidos de Gruner + Monat con un dieciséis coma ocho por ciento, Zufall Haus con un diez coma cuatro por ciento y Direct Group con un siete coma seis por ciento. Cagator daba empleo a más de sesenta y dos mil trabajadores, G+M a más de catorce mil, LTR a más de doce mil, Indirect Group a más nueve mil, Zufall Haus a más de cinco mil y más de mil miembros corporativos que en total sobrepasaban los cien mil.
La Biblia fue el primer negocio del imperio Petersmann, empresa fundada en 1835 por el patriarca Mark Petersmann. Petersmann operaba en sesenta y tres países cuando esta historia tenía su lugar en la historia. Petersmann basaba su éxito en su constitución corporativa, un código de conducta cimentado en valores idealistas que apelaban a la lealtad, al sentido común y a los derechos humanos esenciales.
Sin embargo, Petersmann, como gran empresa alemana, tampoco se salvaba de su cooperación con el régimen nacionalsocialista, con el que colaboró publicando a autores nazis —como se descubrió a finales de los noventa, provocando una polémica y una crisis interna— como Will Vesper, quien hiciera el discurso conmemorativo en la quema de libros de 1933. El escándalo, que causó gran impacto y conmoción, se desató en la feria de Frankfurt de 2002, cuando el poderoso grupo admitía, por fin, públicamente la colaboración de Petersmann con el régimen nacionalsocialista y pedía perdón gleichzeitig.
Petersmann editó más de veinte millones de libros y folletos (material de propaganda) en su fructífera etapa editorial durante el régimen nazi. El grupo multimedia promovió en 2000 una investigación de su pasado —que duraría un año— a través de una comisión de cuatro historiadores independientes quienes bucearon en su pasado durante esos años turbios de la historia alemana.
El escándalo se desató cuando el entonces director del grupo, manifestó en el discurso de agradecimiento del premio Vernon A. Walters en 1998 en Nueva York, que Petersmann había sido una de las pocas empresas no judías clausurada por los nazis, declarando así que el régimen persiguió las operaciones empresariales de Petersmann. Aquellas frases provocaron la publicación de varios artículos en medios americanos y europeos que sacaron a la luz conexiones con los nazis del propietario de la empresa por aquellos tiempos. Estos artículos encendieron la luz de alarma. Y fue el propio presidente de Petersmann de aquella época, un católico recalcitrante, quien ordenó la comisión de investigación que descubriría lo ya anunciado más arriba y que probaría que efectivamente Petersmann sí cerró temporalmente durante la guerra, pero no por acoso del régimen sino por irregularidades en la adquisición de papel.
Y aunque los Petersmann, fervientes católicos evangélicos se opusieron al nazismo, esto no les impidió que contribuyesen con sustanciosos donativos al fomento de la organización hitleriana de las SS. Los Petersmann se zafaron en 1946 de los procesos de la posguerra admitiendo su no vinculación y que todos los papeles —incriminatorios, suponemos— habían ardido. Y nos tememos que pedir perdón públicamente, nunca será suficiente.
PETER PAN. Berlín era el lugar ideal donde se podía vivir una segunda juventud, una adolescencia que tenía mucho de irresponsabilidad y libre albedrío de la infancia, aunque se rozara ya casi los cuarenta. Quizá ése fuera uno de los motivos que lo volvía un destino tan atractivo para emigrar, sin riesgo a plantearse de que fuera demasiado tarde para empezar de cero.
La tierra de nunca jamás donde volver a ser joven era como una de esas devoluciones de hacienda que nadie espera, pero que recibe con gran ilusión. Como un regalo deseable que se le podía hacer a cualquiera sin temor a que se atreviera a rechazarlo o a cambiarlo por algo más bonito porque sencillamente no lo había.
PFANDFLASCHE. En alemán en el original. Era difícil renunciar al alcohol en una ciudad donde medio litro de cerveza costaba más barato que una botella de agua mineral de idéntica capacidad; donde no había restricciones fastidiosas ni toques de queda absurdos en cuanto a la venta y al consumo; donde abandonar una botella o una lata a su suerte en plena calle, no se consideraba un atentado contra el medio ambiente ni una aberración callejera de manual de delincuente juvenil, sino una obra social, de caridad, la posibilidad de supervivencia para el que decidía retornarla por ocho céntimos la unidad (veinticinco si era de plástico); donde la libertad resultaba tan embriagadora que apenas, sólo apenas, era necesario beber para sentirla poderosamente, sin inhibición alguna.
Creíamos que lo pasamos bien navegando en un turbulento mar de alcohol que moderaba las heridas sin llegar nunca a puerto, empeñados en hundirnos la vida dándonos de beber y liándonos con quien menos pudiera interesarnos; creíamos de verdad que había algo heroico en levantarse sudando cerveza, Jägermeister y lágrimas al lado de un bulto sin identificar (extraños al conocerse, extraños al despedirse), con la resaca como una piedra atada a una soga que colgaba del cuello y que nos arrastraba hasta el fondo de unas sábanas extrañas y sucias –donde se sucedían los cercos de babas, a veces de semen, a cada golpe de visión– de las que no podíamos despegarnos.
Creíamos de verdad que cada botella era una llave maestra capaz de abrir celdas interiores desde donde liberar sentimientos y recuerdos reprimidos; creíamos de verdad encontrar confesores discretos y solidarios en los compañeros de borrachera y refugio en las barras de los bares en las que las frustraciones no tenían que rendir exámenes ni explicar orígenes.
O tal vez nos equivocamos. Tener trescientas cincuenta resacas al año te hacía reflexionar. Sin esquivar adicciones suplementarias. Con la salvedad de que a mí siempre me habían puesto muy cachondo las resacas. Por no mencionar que el cuerpo –y sobre todo la mente– se resentían y comenzaba a mandarme señales. Te dabas cuenta entonces que las borracheras torpes de la adolescencia ya no tenían tanta gracia y resultaban patéticas habiendo cumplido ya los treinta y tres, cuando te mirabas al espejo y te encontrabas con una réplica de tu persona a la que por poco no reconocías, tropezándote asustado con una cara abotargada sustentada en lo que a esas horas no podía ir más acá de un crimen estético. Porque como decían Les biscuits salés en su one-hit-wonder Ese pedazo de onda: ‘la gente se acuerda más de la salida que de la llegada. Y se ríe de tu aspecto de muñeca rota, y de tonta, estás ridícula’.
Pfandflasche era la denominación alemana para cada botella –de cristal, plástico o lata– que era posible retornar para su reutilización a cambio de dinero, también extensible a las latas y a las bebidas sin alcohol. Práctica que no sólo se aplicaba a los establecimientos comerciales expendedores de bebidas alcohólicas tipo supermercados o Spätkauf (las omnipresentes tiendas de alimentación que en Berlín no estaban regentadas por chinos sino por turcos o camboyanos), sino también a garitos, aunque no a todos.
Lo habitual era que en cada club te proporcionaran una ficha con cada bebida que en cada nueva ronda debías mostrar para que no te aplicaran el precio inicial sino el descuento generalmente de cincuenta céntimos que atribuía la posesión de la ficha. La ficha cada vez estaba más institucionalizada. Sobre todo para evitar que los españoles recolectaran las botellas vacías de todo el local y las plantaran en la barra para obtener la recompensa en dinero o en especies. Cometido que no nos avergüenza admitir que practicábamos cuando hacíamos pinitos en la noche berlinesa. Incluso festivales como el Fusion premiaba a sus asistentes con una suma de dinero dependiendo de la cantidad y el contenido de la basura que fueran capaces de recolectar durante lo que duraba el maratón. Sé de alguno que la pasada edición se plantó allí más pelao que el chocho de la Barbie y volvió con doscientos euros en los bolsillos merced a menesteres tales.
Llegué a jugar a la sobriedad de lunes a jueves. A ingerir vitamina B efervescente en su multitud de variantes –B1, B2, B6, B12–, nicotinamida, ácido fólico, vitamina C, vitamina E todos los días: un sucedáneo pobre del socorrido Katovit adolescente, aunque sucedáneo al fin y al cabo, para luchar contra mis terribles y ansiosos deseos de abrir una cerveza tras otra. A beber Coca Cola sabor vainilla que me mantenía tieso y despierto lo que duraban las jornadas. E incluso Club Mate. Gané en actividad, agilidad mental, optimismo y ansiedad. Pero a un perro viejo no se le puede engañar con trucos nuevos.
Rompía con el alcohol para siempre al menos una vez a la semana. Como una relación enfermiza e insidiosa con cuya pareja terminas eternamente volviendo, reconciliándote, preparándote para la próxima ruptura sentimental lacrimógena y violenta. Una relación destructiva y acuciante que te mata lentamente mientras te entretiene con ciertos golpes certeros de puro placer. Hechizado por el alcohol como una rata inmunda –aunque distinguida, eso sí– tras el flautista de Hamelin. Un error mortífero. Los demás errores mortíferos en los que he caído son demasiado numerosos para ser mencionados aquí.
PLAN DE TRABAJO. Un lujo al alcance de los trabajadores. Prácticamente, podías confeccionarte tú mismo los horarios, determinando los días libres, los horarios de tarde o de mañana de tus días hábiles de cada mes. No todo iba a ser malo. Era una absoluta ventaja si se trabajaba veinte, veinticinco o treinta horas a la semana, generalmente en casos en los que los trabajadores también ejercían de autónomos en profesiones más atractivas que contrarrestaban la frustración o la aumentaban, según qué casos. Realmente, los que trabajaban cuarenta horas a la semana no tenían demasiadas posibilidades de hacer malabarismos con unos planes de trabajo espartanos a cuyas horas de trabajo había que sumar las tres diarias que se invertían en ir a Potsdam y volver a casa.
Durante los primeros meses del proyecto, creo que sólo dos, Dörthe fue la encargada de elaborar los horarios a partir de los ingredientes que nosotros mismos le proporcionábamos. Sin embargo, solo conseguía hacerlo todo al revés cuando imaginábamos que los planes en realidad los confeccionaba un programa experto en la distribución de turnos para que todas las franjas de trabajo quedaran cubiertas cada día. El día veinte de cada mes Dörthe tenía que ser literalmente escoltada porque todos los trabajadores –éramos unos cien– teníamos algo que puntualizar acerca de los horarios.
A los dos meses, ella misma debió darse cuenta de su ineptitud y de que no estaba dotaba para elegir en un programa informático los parámetros adecuados, porque renunció a la elaboración de los turnos de trabajo. Se nos comunicó que a partir de entonces los planes mensuales serían confeccionados en un departamento especial de Munster. A algunos, aquel tejemaneje nos olía a cuerno quemado y siempre mantuvimos las sospechas de que era Dörthe quien seguía al mando de aquella misión y que simplemente se había desviado la atención para no armar aquel alboroto los últimos días de cada mes. Pero, cuando Dörthe abandonó aquel proyecto para embarcarse en otro de Cagator Services, los planes de trabajos mejoraron ostensiblemente.
Siempre era posible cambiar turnos o días libres entre trabajadores que estuvieran de acuerdo en validarlos. Sin embargo, cuando a alguien le interesaba mucho cambiar un día de trabajo por uno libre, era muy probable que se encontrara con que, además de devolver el favor con otro día libre más adelante, tuviera que bonificar al benefactor con, por ejemplo, un gramo de speed y una pastilla. La magnitud de la transacción siempre dependía de los caprichos del que se situara en la posición aventajada.
PLUSVALÍA. El coloso Petersmann hinchaba sus arcas insaciables gracias a nuestra sabrosa plusvalía. Ya sabes, el beneficio que obtienen las empresas gracias al trabajo generado por el trabajador que, en nuestro caso, debía ser inconmensurable; un valor de cambio incalculable. Si Marx levantara la cabeza aquello no le habría gustado nada. Yo vivía precisamente en Karl Marx Allee, esa avenida solemne, ese bulevar monumental socialista que fue la calle principal de la RDA después de la Segunda Guerra Mundial.
Por aquí discurrían los desfiles militares entre bloques idénticos de ocho pisos de viviendas estilo wedding cake, el prototipo arquitectónico soviético dominante que pretendía dotar de viviendas lujosas y espaciosas a los trabajadores. A mí esos edificios, hoy declarados monumentos nacionales y protegidos, me gustaban. No así a mucha gente que a la mínima de ignorancia creían que eran hospitales. La resonancia del nombre de esta avenida incidía en mi malestar laboral y me volvía consciente ante este tipo de injusticias. Otra ironía de las que estaba compuesta la vida.
POTSDAM. Ya dijimos antes que Potsdam era un pseudo paraíso fiscal. Ahora podemos traer a colación aquel curioso apunte. Pongámonos delante de los hechos. Seamos sensatos y analicemos la razón por la que Cagator Services se instaló en Potsdam, región de Brandemburgo. Y lo cierto es que no hay demasiado que analizar: suculentas subvenciones eran destinadas a aquellas empresas que decidieran instalar su razón social en Brandemburgo. eBay era otra de ellas. Audi, una más.
Ya se encargarían ellos después de ir disolviendo el proyecto en sucesivas fases. Las suficientes para que el sistema de subvenciones se mantuviera intacto mientras Cagator Services desviaba primero a la India y a Polonia la división inglesa de funnyJet, y posteriormente el traslado del equipo francés a Marruecos. Moralmente, nos parecía todo aquel turbio asunto imperdonable. Imaginamos que a efectos legales aquello podría ser perfectamente posible.
PREGUNTAS DE SEGURIDAD (ver DPA). Las preguntas de seguridad eran un verdadero suplicio por el que nadie quería pasar. Un coñazo que muchos interpretaban como un burdo truco para ganar minutos —y por lo tanto, euros— en cada llamada. Imaginamos que eran necesarias para la protección de datos de nuestros clientes, pero no teníamos autoridad para determinar si la persona que estaba al otro lado era realmente la que aseguraba ser, dado que conocía todos los datos relevantes de la reserva: nombre de los pasajeros, detalles del vuelo e información incluida en el registro personal de funnyJet.
Había casos que directamente ponían a las preguntas de seguridad en tela de juicio. Cierta ocasión un agente recibió una llamada cuya voz convertía indudablemente a su depositario en una mujer. Tras varias ratificaciones de convencimiento, aquella mujer afirmaba una y otra vez llamarse Javier Fernández, uno de los pasajeros de la reserva. Así fue cómo aquel Javier Fernández de voz afectada se cambió únicamente su vuelo –pues eran tres los componentes originales de la reserva– para una semana después pagando con la propia tarjeta que estaba a su nombre cuyos datos aquella mujer conocía. Cual fue nuestra sorpresa al recibir horas después una llamada del verdadero Javier Fernández desconcertado al comprobar, ya en el aeropuerto, que no podría volar con sus amigos aquel día, puesto que su vuelo había sido cambiado horas antes para unos cuantos días después.
Cambiarlo de nuevo a la fecha original suponía una inversión ligeramente superior al coste total de aquella reserva con el hotel incluido para los tres pasajeros. Y por supuesto, sólo podíamos afirmar que había sido precisamente Javier Fernández quien había realizado las operaciones. Finalmente, el afectado cambió su vuelo para el día siguiente, una de las opciones más asequibles. Él nunca supo quién realizó aquel cambio y nosotros tampoco. Seguramente alguien en posesión de sus datos personales y bancarios, a saber: su mujer, su secretaria, su amante, su hija. Otras opciones no nos parecerían plausibles.
PRICE PROMISE. En inglés en el original. Encuentre usted un viaje de idénticas características al suyo aunque de valor inferior en nuestra página web y nosotros le reembolsamos el doble de la diferencia entre el vuelo que usted ya tiene con nosotros y el que acaba de encontrar ahora más barato. Tenga bien en cuenta, cosa que no suele usted hacer, que las ofertas promocionales distinguidas en color amarillo intenso no entran dentro de esta posibilidad, como muy bien y muy claro se especifica en las características de esta modalidad rara vez factible, aunque no imposible, de reembolso. El price promise solía detectarlo algún agente aburrido en horas de trabajo, cuando el acceso a otras páginas webs no estaba permitido y no quedaba otra que jugar o con la base de datos o con la página web de la compañía.
PRIVET COMMENT. En inglés en el original. Eran los comentarios internos dejados por los agentes en el historial de una reserva o en la resolución de una reclamación escrita que esclarecían a modo de resumen las operaciones solicitadas por el cliente y las realizadas por el agente. Éramos penosamente tan poco profesionales que hasta tuvieron que advertirnos severamente en repetidos intentos fallidos que el sistema interno no era un vulgar chat en el que uno podía dejar smileys, comentarios jocosos o anotaciones totalmente fuera de lugar. Eran nuestros mordiscos a la manzana. Sí, lo has leído antes.
PROMOCIONES. Resultaba infinitamente más interesante, y por tanto provechoso, estar atento a las posibilidades y ofertas que se publicaban en cada idioma de la página web de funnyJet que acechar a las promociones en sí mismas anunciadas mediante Newsletter, pues no siempre coincidían las mismas promociones en todas ellas. Que la base de funnyJet en Berlín celebrara su quinto aniversario se traducía en descuentos especiales en los vuelos reservados en la versión alemana de la página web. Y eso no venía anunciado en ninguna Newsletter.
A veces, convenía rastrear los precios en un puñado de idiomas distintos porque a pesar de que no hubiera ofertas anunciadas en ninguna de las versiones originales de aquellas lenguas, lo cierto es que casi siempre acababas encontrando diferencias en el precio (como mínimo de tres o cuatro euros en cada trayecto) para destinos, fechas y horarios idénticos. Una política de mercado que escapaba al entendimiento.
PSICOLOGÍA. No había que ser una lumbrera para detectar perfiles de conducta con sólo percibir tonos de voz y determinadas actitudes desdeñosas al otro lado de la línea. Desde el momento cero, ya se sabía si aquello iba a acabar en lucha encarnizada, en cuelgue de llamada, en amistad incorrompible –cosa rara– o en un pulso más vencido a nuestro favor. Si el cliente se mostraba hostil y no colaboraba, nosotros nos replegábamos en nuestros cometidos serviciales y si había algo que mínimamente podíamos hacer por solventar la situación, no sería en el transcurso de aquella llamada, eso seguro.
No cumplimentar rigurosamente los datos de registro al efectuar una reserva, podía derivar en que la reserva fuera automáticamente catalogada por el sistema como una operación fraudulenta. En estos casos, la reserva se cancelaba sin previo aviso y el importe quedaba bloqueado en una cuenta que funnyJet tenía habilitada para estos casos. Por ejemplo, escribir ‘Madrid Madrid Madrid’ en los espacios en los que se ha de insertar una dirección precisa, un código postal exacto y una localidad determinada, era considerado fraude.
La compañía se reservaba el derecho de determinar cuándo consideraba que en una reserva se había producido un fraude. El afectado se enteraba de la situación en el mostrador de facturación. Restablecer la situación podía hacerse si el agente era avispado, conocía el caso y estaba en disposición de colaborar: se debía poner en contacto con el team leader de su departamento para que éste a su vez contactara con el ejecutivo de Londres encargado de desbaratar este tipo de entuertos. Si el perjudicado se mostraba rudo, malcriado e impertinente, le comunicábamos lo que, en realidad, debíamos transmitir en casos de fraude semejantes:
—Le repito que en su reserva se ha detectado una operación fraudulenta. Pónganse en contacto con su banco. Ellos le proporcionarán más detalles (…). Por favor, deje de gritarme (…). Le ruego que se tranquilice (…). No creo que usted tenga la autoridad para decirme cuál es el cometido real de mi trabajo y lo que debo hacer en estos momentos (…). Lamento comunicarle que me veo obligado a finalizar la comunicación.
Se han derramado océanos de tinta analizando la poca efectividad y el dudoso comportamiento de los servicios telefónicos y los agentes encargados de la atención a los clientes, pero nadie se ha dedicado a observar de cerca ni de lejos la conducta de los propios clientes haciendo uso de este tipo de servicios. Pocos se paran a meditar lo que ocurre al otro lado de la línea telefónica. Ante todo éramos personas, no agentes autómatas.
¿Por qué todos nos consideraban el pozo donde escupir toda clase de agravios de un verde pegajoso inmundo, la diana donde espetar todos aquellos dardos afilados y envenenados –en forma de palabra–, el vertedero donde arrojar toda la mierda que uno no era capaz de retener de labios para dentro? No era nuestra misión educar a los clientes ni darles lecciones de humanidad. Porque los clientes de funnyJet no habían nacido humanos ni estaban muy dispuestos a convertirse a doctrina tal.
Y digamos que nuestra conducta fuera del trabajo también era digna de la misma admiración. Sobre todo cada mañana o cada tarde en las estaciones cuando observabas los esfuerzos que hacían algunos compañeros de trabajo para esquivarte o disimular que no te habían visto y así no tener que compartir contigo el largo viaje de camino al trabajo o de vuelta a casa. El trayecto era lo suficientemente largo y penoso para tener que esforzarte además en provocar, mantener y satisfacer una conversación. Se prefería dormir, leer o escuchar cualquier cosa en el Ipod.
PUERTA DE EMBARQUE. Aunque se hubieran pasado todos los controles (mostrador de facturación y barrera policial), una puerta de embarque seguía siendo un lugar susceptible para denegar el embarque como cualquier otro de los anteriores. Así que si tenía usted su pasaporte caducado, si era menor de catorce años y no iba acompañado de un mayor de dieciséis, si estaba usted embarazada de treinta semanas y no poseía un certificado que lo atestiguara, aunque lo hubieran pasado por alto al facturar, ese descuido no impedía que al llegar a la puerta de embarque se le denegara la entrada en el avión.
Y si analizamos la situación, ¿realmente habría atenuado las circunstancias que la denegación de embarque se hubiera detectado en los mostradores de facturación unos momentos antes? No se engañe ni nos mortifique ahora con una reclamación sin base ni fundamento: el mosqueo habría sido exactamente el mismo y no hay absolutamente nada que nosotros podamos solventar en este caso. Tal y como se desprende en las condiciones de la compañía que usted aceptó a la hora de efectuar su reserva…
PUNTUALIDAD. Soberana contradicción muy tenida en cuenta por las empresas. Se nos exigía una puntualidad que no era de este mundo para empezar la jornada laboral, pero curiosamente no para terminarla. Es decir, si entrabas a las ocho de la mañana, se consideraba llegar tarde si no fichabas como mínimo quince minutos antes. A las ocho de la mañana en punto todos los trabajadores debían estar disponibles al teléfono. Eso era lo fundamental.
No es que fuésemos vagos por naturaleza, pero llegar esos quince minutos antes implicaba una hora menos de sueño para estar listo, a tiempo y combinar con éxito todas las modalidades de transporte con sus consecutivas esperas (metro, tren regional express, tranvía y cinco minutos a pie) que te llevarían hasta el lugar de trabajo ubicado en el corazón, o más bien en los intestinos, de Potsdam. Era dormir una hora menos, que en algunos casos significaba levantarse a las cuatro y media de la mañana cuando se empezaba a las ocho, o llegar exactamente a las ocho menos un minuto, es decir, puntual a cualquier efecto externo que no incluyera los baremos de Cagator Services y dormir una hora más.
Misteriosamente, cuando nuestro turno de tarde coincidía con el cierre del servicio a las ocho, se nos exigía quedarnos con los auriculares en posición de ataque hasta que se resolviera la última llamada que los inmensos monitores mostraban todavía en cola. Se nos obligaba a reiniciar los equipos si todos nos habíamos deslogueado y podíamos permanecer fácilmente allí otro cuarto de hora como mínimo. Las exigencias de puntualidad quedaban invertidas. Si no habías salido a las ocho y cinco, sabías que lo perderías todo y llegarías a casa una hora después de la hora habitual, es decir, que con suerte estarías en casa a las once de la noche.
A las ocho menos cinco de cada día brotaba un estrés colectivo que incidía en el compañerismo: los temerosos se quedarían conectados por miedo a represalias; los valerosos nos desconectaríamos y así quedaban las rencillas planteadas. A partir de cierto momento, los valerosos cambiaron de táctica: colgar todas las llamadas en cola, con lo que se restablecía el equilibrio general entre compañeros. Y es que sólo a un español se le ocurría ponerse en contacto con nosotros a las siete y cincuenta y nueve minutos de cada una de todas las tardes.
A veces, nos planteábamos cosas tan absurdas como solicitar un leve cambio de horarios en los distintos medios de transporte públicos que usábamos cada día para ir a trabajar que sin duda habrían mejorado tanto nuestra calidad de vida. No hablamos de trastocar todo el sistema de comunicaciones de la Deutsche Bahn con ambiciosos retoques; dos o tres minutos —cinco como máximo— habrían bastado para evitar pérdidas de trenes y tranvías, malhumores e infortunios. Siempre estábamos corriendo de acá para allá para no quedarnos con cara de pasmo en el andén al comprobar que una vez más no lo habíamos conseguido.
Una compañía aérea de bajo coste que jamás sería recordada por sus excelentes registros de puntualidad, debía haber sido un poquito más condescendiente con los nuestros.
***
Me dirijo a ustedes para dejar constancia del trato recibido en el vuelo de Londres (Gatwick) a Madrid del pasado domingo 4 de mayo. Especifico nuevamente el nº del vuelo: 5479, porque mi primera intención con este email es que quede claro qué personas fueron las que provocaron un malestar y una indignación en todo lo referente a ese vuelo y, por defecto, a la compañía.
El vuelo lo realicé junto con dos amigos sentándonos en los tres últimos asientos del avión de la fila de la derecha. Desde esta ubicación teníamos a las azafatas en todo momento al lado, pudiendo ver y escuchar perfectamente todo lo que hacían y decían.
De ahí mi seguridad en poder afirmar que su comportamiento fue en todo momento inapropiado, demostrando una gran incompetencia y una profesionalidad inexistente para el puesto y cargo que ocupan. Y pluralizo, porque este comportamiento era de todo el personal de cabina: azafatas y sobrecargo incluidos.
En vez de estar trabajando, aquello parecía una reunión de amigas quinceañeras: con carcajadas, gritos, canciones, bailes y lo peor de todo, una manera de dirigirse a los clientes, una vez nos disponíamos a bajar del avión: inaceptable.
Hay muchas maneras de dar las gracias, aunque en este caso más les hubiera valido esconderse por vergüenza. Sin embargo, se limitaron a gritar “Thank you” en tono jocoso con una sonrisa irónica y provocativa.
Tal fue mi frustración que me dirigí a la sobrecargo y, por defecto, al capitán y al comandante para intentar trasladar mi desencanto, enfado e indignación. Desgraciadamente, no hablo un correcto inglés por lo que pedí ayuda a una persona del aeropuerto con relación directa con su compañía. Pero no por ello, me pongo directamente en contacto con la compañía para reiterar mi opinión y transmitirles directamente que este tipo de comportamiento es inaceptable.
¿Han olvidado que tienen como misión principal la vigilancia de la seguridad y la comodidad de los pasajeros? ¿Han olvidado que representan a una compañía? Espero y deseo que estos comentarios sean trasladados al departamento correspondiente, porque permitir que unas personas dañen la imagen de toda una empresa es inadmisible. Captar a un cliente es costoso. Fidelizarlo en un mercado lleno de ofertas a precios de bajo coste, aún más. Sin embargo perderlo…, es cuestión de un segundo.
***
Estimada Srta. Robles:
Gracias por contactar con nosotros.
Sentimos que haya tenido problemas con el servicio recibido por nuestros miembros de tripulación de cabina y le rogamos acepte nuestras disculpas por todas las molestias e inconvenientes que le haya podido ocasionar.
Sin embargo, le informamos que el hecho de que unos compañeros de trabajo intercambien comentarios y risas es perfectamente normal, sano y sobre todo: humano. funnyJet es una compañía joven y distendida, lo cual no resta profesionalidad a nuestros servicios ni a nuestros empleados.
Quisiéramos reiterarle una vez más nuestras más sinceras disculpas y esperamos que ello no le impida volver a volar con funnyJet ya que nos gustaría poder darle la bienvenida a bordo en uno de nuestros vuelos en un futuro próximo.
Le agradecemos una vez más que se haya puesto en contacto con nosotros y quedamos a su entera disposición para cualquier consulta adicional. En caso de necesitar nuestra ayuda de nuevo, utilice la sección ‘Contáctenos’ en nuestro sitio Web.
Atentamente
Pablo Rodríguez
funnyJet Atención al Cliente
***
Estimado Sr. Rodríguez,
En primer lugar, agradecer la rapidez de su respuesta, pero no por ello siento la necesidad de volver a dirigirme a ustedes, ya que su comentario “Sin embargo, le informamos que el hecho de que unos compañeros de trabajo intercambien comentarios y risas es perfectamente normal, sano y sobre todo: humano”, desde mi opinión, está fuera de lugar, aparte de que insulta mi inteligencia, mi educación y da por hecho mi condición inhumana e insana.
El hecho de que funnyJet quiera posicionarse, según usted, como una compañía joven y distendida, no está reñido con la EDUCACIÓN y PROFESIONALIDAD que todos (tripulación y pasajeros) tenemos que tener.
Y después de este párrafo tan poco acertado ¿cómo puede comenzar el siguiente con un “Quisiéramos reiterarle una vez más nuestras más sinceras disculpas”? ¿Qué entiende usted por disculpas? ¿Acusarme indirectamente de inhumana? ¿O es que ése es uno de los párrafos tipo con los que dan respuesta casi automática a este tipo de emails?
Creo haber conseguido plasmar el comportamiento de la tripulación de ese vuelo calificado por usted como HUMANO. Discúlpeme pero, en primer lugar, usted no se encontraba en el avión, usted no tuvo que soportar dicho comportamiento y a usted no le QUIEREN HACER ENTENDER Y COMPRENDER que la desfachatez con la que se dirigían a los viajeros, el comportamiento, los gritos y las risas jocosas es ante todo un comportamiento, normal, sano y humano.
Así que como conclusión a lo sucedido y sobre todo a su respuesta (totalmente inaceptable), de por hecho que ni yo ni las personas cercanas a mi círculo de amigos/familia volvamos a elegir la compañía en la que trabaja y representa.
Desconozco su experiencia en el departamento de atención al cliente o en el de Marketing, y me pregunto si Arnaldo Muñoz en su ponencia “La conquista del mercado” del 9 de noviembre de 2005 en Zaragoza, hablaba del producto como eje principalmente de fidelización para funnyJet, entendiendo producto única y exclusivamente como la puntualidad en los vuelos o los precios competitivos. ¿No es también producto el servicio antes, durante y después de un vuelo, de un alquiler de un coche, de una reserva de un hotel o apartamento?
Sería interesante conocer la opinión del Market Manager —responsable del área de marketing y relaciones públicas— para España y Portugal de funnyJet (puesto ocupado al menos en su momento por Dña. Cristina Bernabé) acerca de la atención prestada que parte del servicio de aire y tierra presta. Porque, por favor, no pretenda convencerme de que el comportamiento de la tripulación de ese vuelo fue normal, sano y sobre todo: humano.
Y ya para finalizar, tal y como apuntaba en mi primera comunicación con ustedes:
Captar a un cliente es costoso.
Fidelizarlo, aún más.
Y perderlo…, es cuestión de un segundo. Y usted lo ha conseguido.
Enhorabuena.
Sin otro particular,
Carolina Robles
***
Estimada Srta. Robles:
Gracias por contactar con nosotros.
Sentimos sinceramente todos los inconvenientes que le han supuesto tanto su vuelo como mi propio mensaje. Simplemente quería aclararle que en ningún momento fue nuestra intención ofenderla o insultarla. Lamentamos profundamente todas las conjeturas y las valoraciones subjetivas a las que ha tenido que llegar.
Tenemos presente que tiene la opción de volar con otras compañías aéreas y queremos agradecerle que haya elegido funnyJet.
Le agradecemos una vez más que se haya puesto en contacto con nosotros y quedamos a su entera disposición para cualquier consulta adicional. En caso de necesitar nuestra ayuda de nuevo, utilice la sección ‘Contáctenos’ en nuestro sitio Web.
Atentamente
Pablo Rodríguez
funnyJet Atención al Cliente
Una historia de ficción que podría ser increíblemente real. Por Daniel Zimmermann
CONTINUARÁ…
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