Escrito por: Alemania Historia

Cuatrocientos años de la Guerra de los Treinta Años – Parte I

Guerra de los Treinta Años - Battle_of_Lutzen

A cien años del armisticio de 1918, en este 2018 que acaba se cumplieron cuatrocientos del inicio de la Guerra de los Treinta Años, otro episodio clave en la historia de Alemania. La interpretación que de ella hicieron las generaciones posteriores demuestra cómo la lectura que una sociedad hace de su historia es casi siempre un espejo de la situación política del momento.

La Guerra de los Treinta Años, primera gran guerra alemana (1618-1648)

A quien pretenda conocer en detalle la guerra que asoló la Europa central entre 1618 y 1648 le puede parecer algo incomprensible. Se suele despachar con aquello de “una guerra religiosa”, pero hay mucho más. Al intentar profundizar, cuesta mucho hacerse una imagen clara del conflicto. ¿Qué era exactamente lo que estaba en juego? ¿Quién tomó parte y con qué intereses? ¿Quién estuvo del lado de quién?

“Ni sacro, ni romano, ni imperio”

Esta dificultad no debería sorprender, teniendo en cuenta que su escenario principal fue un espacio con el enrevesado nombre de “Sacro Imperio Romano de la Nación Germánica” (sobre el que Voltaire afirmó que no era “ni sacro, ni romano, ni imperio”): un conjunto de unos trescientos territorios de tamaño muy variable, vinculados, en un delicado juego de equilibrios, por una constitución imperial, por un sinfín de leyes compiladas a lo largo de varios siglos, por una serie de instituciones representativas y tribunales y por la figura del emperador.

Siete de los territorios eran electorados, es decir, sus príncipes elegían al nuevo emperador: Maguncia, Colonia, Tréveris, Brandeburgo, Sajonia, el Palatinado y Bohemia. Supuestamente, por tanto, la corona imperial no era hereditaria, pero desde principios del siglo XV la habían ostentado sin interrupción miembros de la Casa de Habsburgo (entre ellos, el nieto de los Reyes Católicos, Carlos I de España y V de Alemania), que gracias en gran parte a una inteligente política matrimonial se había convertido en la dinastía más poderosa de Europa.

A la fragmentación territorial, la reforma protestante había añadido una división religiosa reconocida oficialmente con la Paz de Augsburgo de 1555, que había puesto fin a una serie de guerras religiosas aceptando la existencia de territorios luteranos. La conversión al Calvinismo de algunos príncipes alemanes acabó de complicar la cosa, pues los calvinistas habían quedado excluidos de los acuerdos de 1555.

Y la cosa no  acaba aquí, porque a pesar de lo de “la Nación Germánica” no todos los territorios del Imperio eran de lengua alemana, habiendo también algunos en los que se hablaba checo, polaco, francés o italiano. Además, las Provincias Unidas de los Países Bajos, que se hallaban en su particular lucha contra los Austria españoles, y la Confederación Suiza pertenecían, aunque fuera solo nominalmente, al Imperio. Un lío, vamos.

Una costumbre bohemia

En la mañana del 23 de mayo de 1618, los representantes de Matías de Habsburgo, emperador y primo de Fernando, rey de Bohemia, estaban en el castillo de Praga, donde solían despachar. Por la ciudad se acercaba una multitud, encabezada por los líderes de los estamentos bohemios, que observaban con indignación desde hacía años lo que consideraban un intento por parte de los Habsburgo de menoscabar las libertades del reino y de recatolizar un territorio predominantemente protestante.

Dos días antes, la prohibición por orden imperial de una reunión de los estamentos había colmado el vaso; la intención de los que ahora se acercaban al castillo era, de entrada, pedir explicaciones al respecto, lo que finalmente hicieron fue lanzar por la ventana a tres representantes imperiales. Ninguno de los tres defenestrados murió (según una versión, gracias al manto que la Virgen había extendido para frenar la caída; según otra, gracias a un montón de estiércol) y uno de ellos, el secretario Philipp Fabricius (cuyo título fue más adelante ampliado con von Hohenfall, “de la alta caída”), pudo llegar a Viena a informar a la corte.

La llamada “revuelta bohemia” empezaba, como escribe Schiller, con esta “extraña manera de ajusticiar que asombró a todo el mundo civilizado”. Lo mejor (o lo peor) es que no era la primera vez; de hecho, el conde Thurn, principal agitador entre los protestantes de Bohemia, había dicho en la víspera que había que tirarlos por la ventana “como era costumbre”: casi dos siglos antes, en 1419, los husitas (seguidores del reformador checo Jan Hus, una especie de Lutero avant-la-lettre quemado en la hoguera en 1415) habían asaltado el ayuntamiento de la ciudad nueva de Praga con la intención de liberar a sus correligionarios presos, arrojando de paso a diez personas por la ventana, incluyendo al alcalde y dos concejales. En este caso, las víctimas sí murieron: los defenestradores habían sido más precavidos y una multitud esperaba bajo la ventana con lanzas y cuchillos.

La guerra

Las consecuencias de la segunda defenestración, la de 1618, acabarían afectando a todo el continente, pues con ella arrancaba una serie de conflictos que luego sería conocida como la Guerra de los Treinta Años, en el transcurso de la cual moriría aproximadamente una tercera parte de la población de la Europa central. Después de la que habían armado, era evidente que los bohemios no iban a mantener como rey a Fernando de Habsburgo, y en noviembre de 1619 coronaron al conde del Palatinado Federico V, calvinista y uno de los más fervientes protestantes entre los príncipes alemanes. Los Habsburgo perdían uno de sus muchos títulos y, siendo el rey de Bohemia uno de los siete electores, veían peligrar también la corona de mayor rango, la de emperador. Incluso estaba en riesgo la preeminencia católica en el Imperio, pues hasta ahora cuatro de los siete electores habían sido católicos; si el protestante Federico se consolidaba como rey de Bohemia, los católicos quedarían en minoría.

El emperador Matías había fallecido en marzo de 1619; fue el nuevo emperador, Fernando II (sí, el que era rey de Bohemia en el momento de la defenestración) quien tuvo que hacer frente a la situación. Para ello contó con tropas de sus primos españoles y de algunos territorios católicos alemanes al mando del duque Maximiliano de Baviera. Por su parte, Federico contaba, además de con las fuerzas bohemias y palatinas, con las del calvinista Gabriel Bethlen, príncipe de Transilvania, y con el tímido apoyo holandés (el suegro de Federico, Jacobo de Inglaterra y Escocia, prefirió para gran decepción de algunos de sus súbditos actuar de mediador para mantener la paz, cosa que, obviamente, no funcionó). El desequilibrio entre los dos bandos se hizo evidente en noviembre de 1620 en la batalla de la Montaña Blanca, frente a Praga: las tropas imperiales se impusieron y terminaron con la aventura bohemia de Federico, que se ganó el apodo de Winterkönig (“rey de invierno”) por lo breve de su reinado.

Si la estancia de Federico en Praga fue breve, no lo sería la guerra que con ella empezaba. El conflicto bohemio activó tensiones de distinto tipo que habían estado latentes en los años previos: tensiones religiosas entre católicos, luteranos y calvinistas, tensiones en torno a la constitución y los equilibrios internos del Sacro Imperio, tensiones entre distintas potencias por la hegemonía regional o continental e incluso conflictos sucesorios en algunos de los estados alemanes. Y, si las fuerzas que había conseguido reunir Federico no habían bastado para hacer frente al bloque católico-imperial, los triunfos de los Habsburgo y su política poco conciliadora (a cada victoria la seguía un retroceso en los derechos de los protestantes) consiguieron despertar a enemigos cada vez más poderosos.

La entrada en la guerra del rey Cristián IV de Dinamarca en 1625 fue la primera intervención decidida de una potencia extranjera en favor del bando protestante. La derrota frente a las tropas de Albrecht von Wallenstein, general-empresario al mando de un ejército privado que constituía el grueso principal de las fuerzas imperiales, significó el final de la intervención danesa, pero en 1630 entraron sus vecinos suecos, al mando de su formidable rey Gustavo Adolfo (cuyo retrato, por cierto, adorna la etiqueta de la Ur-Krostitzer, la cerveza más habitual en los bares de Leipzig), piadoso luterano que se erigió en salvador de los protestantes alemanes, viendo de paso la posibilidad de extender su influencia en la orilla sur del Báltico.

Francia, después de las guerras civiles que la habían debilitado durante el siglo XVI, se sentía de nuevo capaz de recuperar su papel de gran potencia y subvencionó generosamente el esfuerzo bélico sueco. En 1635, con el ataque francés a posiciones españolas e imperiales, la ayuda dejó de ser únicamente económica. Una potencia católica (con un cardenal, el célebre Richelieu, como primer ministro) entraba en la guerra del lado de los protestantes: el objetivo de debilitar a los Habsburgo pesaba más que cualquier consideración religiosa.

España, como ya se ha visto, anduvo metida, y muy metida. Al fin y al cabo era todavía entonces la mayor potencia del continente, alimentada por la plata de América y firmemente comprometida desde tiempos de Carlos I y V con la causa católica en Europa. Además de ser sus primos vieneses los agraviados por la rebelión bohemia, la extensión de la guerra al suroeste alemán y la intervención francesa tocaban de lleno el llamado “camino español”, el corredor terrestre utilizado para abastecer la lucha en los Países Bajos desde las posesiones españolas del norte de Italia. La llamada guerra dels Segadors de 1640-1652, la rebelión catalana que por un tiempo convirtió al principado en una república bajo protectorado francés, empezó en el marco de la lucha contra Francia.

La guerra de la Restauración portuguesa de 1640-1668, que separó de nuevo y definitivamente a Portugal de la corona española, también. Por cierto, que en la lucha por la independencia portuguesa también hubo una defenestración, la del secretario de Estado Miguel de Vasconcelos, aunque ya estaba muerto cuando lo echaron por la ventana del hoy desaparecido Palacio de Ribeira. Y, otro por cierto, esta tampoco fue la primera en la historia de Lisboa: en 1383 los lisboetas habían lanzado por una ventana de la catedral a su obispo Martín, oriundo de Zamora al que acusaban de andar conspirando con los castellanos. Praga y Lisboa, dos hermosas ciudades unidas por una extraña costumbre.

Xavier García Olivé © 2018
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