Escrito por: Actualidad Cine CULTURA

“Vor der Morgenröte. Stefan Zweig in Amerika”: Stefan Zweig o el adiós a Europa

cartel promocional de la película vor der morgenrote

Apareció boquiabierto en muerte. Un veneno invadió el frágil cuerpo de Zweig en 1942, año en el que los nazis decidían aniquilar a un gran colectivo de la humanidad a base de Zyklon B. El escritor austriaco (un superventas) y su mujer Lotte fueron descubiertos inertes, semiabrazados y vestidos, en una cama de su exilio brasileño. Su última foto circula aún por internet, al igual que su escrito, una de las notas de suicidio más comentadas de la historia: “Europa se destruye a sí misma; prefiero poner fin a mi vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre cuyo trabajo intelectual siempre ha sido su felicidad más pura y su libertad personal, su más preciada posesión”.

Zweig, aun a salvo al otro lado de un océano, no podía soportar ni imaginar, como en la peor de las ficciones, el brutal y tan rápido fin del continente donde él mismo atestiguó la belleza y el esplendor cultural, es decir, la celebración de la vida. Para los que le seguían y querían, pidió un último deseo: “Ojalá vean el amanecer tras esta larga noche”, decía en la nota.

La frase es hoy el título de la película Vor der Morgenröte. Stefan Zweig in Amerika, una coproducción entre Francia, Austria y Portugal, liderada por X Filme —la productora alemana tras Corre, Lola, corre o Amor de Haneke—, con excelentes críticas en Alemania, así como en el Festival de Locarno, donde se proyectó el 9 de agosto.

La trama discurre entre Nueva York, Argentina y Brasil. En la metrópolis estadounidense, Zweig debate durante casi media hora con su primera esposa, entre hielos y un gris claustrofóbico, sobre responder o no a las solicitudes de ayuda y movilización que le envía incluso Albert Einstein, también fugado.

En cambio, en Brasil, entre colores, simpatía y mucho sudor, le miman y homenajean. En una escena harto cómica, a lo Bienvenido Mr. Marshall, un alcalde torpón y la orquesta del pueblo —mayoritariamente compuesta de negros— ejecutan a trompicones un vals de su Viena natal. El escritor sufre por no romper a llorar: recuerda la impecable musicalidad de Viena, se percata de la humildad con la que tan remoto pueblo realiza un conjunto imposible y tiembla pensando cómo sonará el silencio al otro lado, mientras mueren millones de personas.

Siete décadas después en Berlín, en un pequeño palacio de la Unter den Linden hecho construir por Federico II o el Sabio —quien hoy nos vendría de maravilla como líder europeo por ilustrado, tolerante y culto—, y a pocos metros de la ópera y biblioteca que también se edificaron bajo su reinado —por primera vez con acceso para el pueblo—, se recrea para la película el congreso internacional de escritores y poetas (el PEN) de 1936 en Buenos Aires.

Para la escena se contó con cientos de extras —entre ellos, la autora de este texto— de todas las nacionalidades, residentes en Berlín. Hay un entusiasmo contagioso de la directora, Maria Schrader, por reflejar en la cinta la convivencia entre razas, creencias e idiomas frente a la furia totalitaria de 1933, precisamente cometida al otro lado de la calle y en el mismo Friedeciarium cultural del rey Federico. A pocos metros ardieron libros de Zweig y hasta del autor de La abeja Maya. El acto fue ideado por el liliputiense ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, quien, paradójicamente, soñaba de joven con ser un genial escritor.

En toda la película no hay escenas de sexo ni se ve sangre, pero rezuma una atmósfera insoportable, tan contradictoria como incompresible. La lectura en el congreso de una lista interminable de creadores, víctimas, desde Walter Benjamin, pasando por Brecht o el propio Zweig, precede al discurso de otro exiliado y “quemado” en la plaza, Emil Lüdwig  —a cargo del actor Charlie Hübner (La vida de los otros)—, quien habla indignado ante el reguero destructor que sufre la humanidad. ¿O deberíamos decir ante su veloz deshumanización?

Schrader apunta con esta película a la Europa actual, bien de la que escapar o a la que escapan a diario miles de refugiados. ¿Es Europa una trampa? La cotidianidad con la que el continente vuelve a acostumbrarse al dolor y la muerte ajenas parece crecer. ¿Qué diría Zweig hoy de Europa? ¿Sería cierto que nunca habrá amanecer?

La seguridad es cada vez más volátil. Lo mismo que describe Zweig en su obra El mundo de ayer, donde repasa el ocaso europeo, desde la Primera Guerra Mundial hasta su muerte. Como en Gran Hotel Budapest, en el libro se respira nostalgia por un antiguo cosmos de buenas maneras: “El siglo en que me tocó vivir y crecer no fue un siglo de pasión. Era un mundo ordenado, un mundo sin odio. El ritmo de las nuevas velocidades no había pasado todavía de las máquinas —el automóvil, el teléfono, la radio y el avión— al hombre; el tiempo y la edad tenían otra medida. La prisa pasaba por ser no solo poco elegante, sino que en realidad también era superflua”.

Zweig comenzó de muy joven a practicar como poeta. Hoy, quizás, debería soñar con ser un Youtuber. Como tal, se aseguraría de mostrar su suicidio en vivo y en streaming, o quizás ansiaría que se subiera la foto póstuma de Lotte y él a Instagram. O escaparía, sí, dando la espalda a Nefertiti, griegos, romanos y hasta al propio Caspar David Friedrich —tesoros imprescindibles de la humanidad— en el césped de la Isla de los Museos. Allí, gracias a Samsung, se uniría cada tarde —sin mirarse unos a otros— a cientos de europeos que, sentados, cazan Pokémons.

“Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas…”, escribe con extrema humildad, sin entrar apenas en su vida personal, en El mundo de ayer. Morir por ello, con toda empatía y en la intimidad, bien merece una película. No sabemos si el futuro dará la razón a Zweig; quizás ya corre por nosotros un nuevo veneno.

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