Hace una semana, Alternativa para Alemania (AfD) triunfó en las elecciones federales del país germano. Nuestro autor opina sobre un resultado esperado, pero difícil de digerir y, desde luego, preocupante. ¿Quo vadis, Deutschland?
Un desastre absoluto: no se me ocurre otra manera de describir el resultado de las elecciones alemanas del 23 de febrero. Y eso que he tenido una semana para asimilar que uno de cada cinco votantes alemanes ha votado a Alternativa para Alemania (AfD). Un partido tan ultraderechista que hasta Marine Le Pen les impidió entrar en su grupo parlamentario europeo. Y que lleva en su programa la idea de “remigrar” a todo aquel que no les sirva para limpiarles el culo —perdón por el lenguaje— cuando sean ancianos.
152 diputados, segunda fuerza política. El doble de los que se sentaban en el Bundestag hasta ahora. Su inmensa mayoría, varones, varios de ellos vigilados por los servicios secretos alemanes por su peligrosidad para el sistema republicano. Hay hasta uno, Matthias Helferich, que se define como “la cara simpática del nacionalsocialismo”. Señoras y señores: se acabó la supuesta inmunidad de Alemania contra el extremismo de derecha radical. Auf Wiedersehen.
Razones para el auge de la ultraderecha en Alemania
Existen cientos de razones para explicar el crecimiento de la ultraderecha: la ola internacional de reaccionarios, la decadencia de la locomotora económica de Europa, el miedo al “descontrol” de la inmigración o el apoyo explícito del hombre más rico del mundo —ese señor dueño de un fabricante de vehículos eléctricos y de una red social convertida en estercolero que susurra a ese otro señor con acceso a misiles nucleares—.
Me decanto por una mezcla de todas ellas y, principalmente, porque los partidos en el poder no han sabido aplicar sus programas con eficacia y han terminado comprándole el discurso sobre inmigración a la ultraderecha. Ver a una ministra del Interior socialdemócrata decretar controles fronterizos —llamados “temporales” para tomarnos el pelo y evitar la ilegalidad— fue especialmente doloroso. El único partido que ha sabido dar la batalla ideológica contra la AfD ha sido la izquierda poscomunista de Die Linke, y, por lo menos, le ha servido para ser la primera fuerza en la ciudad de Berlín. Más les vale al resto de partidos del centroizquierda al centroderecha aplicarse el cuento.

El próximo gobierno en Alemania lo formarán, previsiblemente, conservadores y socialdemócratas. Está por ver si no se dejarán arrastrar todavía más hacia las tesis de la AfD. Muchas de ellas son realmente disparatadas.
Remigración
La remigración, un concepto acuñado en los círculos neonazis austriacos y alemanes, entró tal cual en el programa electoral de 2025 de la AfD. Significa enviar a los solicitantes de asilo o a inmigrantes indeseados de vuelta a sus países, aunque vaya contra el derecho europeo o los países de origen no colaboren. El partido ultra también quiere dificultar la adquisición de la nacionalidad alemana e incluso revocarla a los extranjeros “delincuentes” (a sus ojos, potencialmente casi todos lo somos). Y promete limitar el acceso a la ayuda social del Bürgergeld a los alemanes.
Según la AfD, las causas de la violencia en Alemania son “los clanes y las mafias extranjeras” y los “excesos de violencia de la izquierda radical”. Así lo afirma el programa del partido para las pasadas elecciones, donde por otro lado no se menciona la violencia de extrema derecha que, según el informe anual de la policía federal alemana, supera con gran diferencia a los delitos políticos motivados por otras ideologías religiosas o políticas. Además, la AfD quiere “liberalizar” el derecho a portar armas. ¿Qué podría salir mal?
Cabe preguntarse quiénes son los más de diez millones de votantes del partido extremista y en qué piensan. Si tuviésemos que retratar al votante medio de la AfD, según las encuestas a pie de urna, este sería así: un hombre de Alemania oriental, con mala situación económica, de clase trabajadora y menor de 45 años. Aun así, sabemos por los resultados que los ha votado gente de toda condición y en todos los lugares de Alemania. En la progresista y liberal Berlín, el 15 % de los votantes se decantó por la ultraderecha.
A lo que me niego —y creo que nos deberíamos negar todos— es a caer en la indiferencia o en el miedo.
En otras partes de Alemania, la situación es todavía más inquietante: en Brandeburgo, donde paso varios días a la semana por motivos de trabajo, la AfD ha arrasado. Recibió uno de cada tres votos y fue la primera fuerza en casi todas las circunscripciones. Hay pueblos donde los vota más del 50 % de la gente. Suelen ser aquellos en los que menos inmigrantes hay, aunque, paradójicamente, este partido se alimenta del miedo a los no alemanes. En Turingia, Sajonia y Sajonia-Anhalt, otros estados del Este, la AfD ha rozado el 40 %.
Una semana después de las elecciones, sigo sin saber cómo digerir estos resultados. Entiendo sus causas y, aun así, me cuesta creer que este país haya cambiado tanto en apenas diez años. Acordémonos de Angela Merkel y su optimismo ante la acogida de refugiados y la fortaleza de la sociedad alemana. A lo que me niego —y creo que nos deberíamos negar todos— es a caer en la indiferencia o en el miedo. No le entrego mi optimismo a nadie. Y es que una estrategia fundamental de las ideologías xenófobas y autoritarias es hacer creer que su llegada al poder es inevitable, apenas cuestión de tiempo.
Pero no es demasiado tarde, ni hace falta arrasar el país como en 1945 para empezar de nuevo. Se puede y se debe exigir a todas las fuerzas políticas ajenas a la AfD que no les compren el discurso, que hagan políticas en beneficio de la ciudadanía —alemana, extranjera y quienes estén a medio camino— y que no caigan en el derrotismo. A todos los que se sienten directa o indirectamente amenazados por la “cara amable del nacionalsocialismo”: estad atentos, no os dejéis amedrentar, reunid todas las fuerzas posibles. Sed el antídoto para ese veneno —Stefan Zweig dixit— que son la xenofobia y el nacionalismo.
Foto: Christian Lue en Unsplash
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