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El fin de Yolocaust

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El proyecto online concluye con una declaración escrita en sustitución de los polémicos selfies de turistas felices sobre el Memorial del Holocausto. Pero ¿realmente eran irrespetuosos o la instalación ha evolucionado de tal manera que debemos concebirla más allá del homenaje a las víctimas? ¿Quién es culpable y de qué?

Ustedes, como yo, como cualquier otro bípedo a un móvil enganchado, ya son protagonistas indiscutibles de la era del divide y… venderás. Un tiempo en el que la vanidad sirve de tapadera ante lo injusto o superfluo de la vida, en el que la notoriedad se nos ha hecho imprescindible, por encima incluso de nuestra dignidad colectiva e intelectual. Cada loco se preocupa de su tema, y ya ni somos buenos ciudadanos o electores, sino, más bien, consumidores de un interés.

Lo manejan de vicio, por ejemplo, Google, Apple o Amazon —quienes no pagan impuestos en Europa y, sin embargo, conocen las más íntimas querencias online de cada uno de nosotros— o cualquier gran narcisista que adelante a la vieja democracia por la izquierda, como Trump.  Se trata de dime de qué careces y tuitearé lo que quieres, o muestra de qué adoleces y brotará en tu pantalla el remedio.

Mientras tanto, nuestro pulgar se atrofia a igual velocidad que la capacidad de atención. Aun en un coloso monumento de 2711 bloques, obviamos que está dedicado a los seis millones de recientes esqueletos y toneladas de cenizas (de niños, ancianos, hombres y madres) cuya única culpa fue la de pertenecer a un colectivo de la humanidad, al que el supremo rencoroso y mediocre de Hitler siempre odió, primordialmente, por no haber reconocido su talento como pintor.

Lo abstracto de la instalación del arquitecto Peter Eisenman requiere pensar y entender. Sin embargo, de sus diez mil visitantes diarios, muchos prefieren atender antes a su ego, atraídos por la fotogenia del lugar. ¿Quién no sale hermoso frente a una fría losa gris? Ya sea por lo bien que haces el pino, tu fantástica postura de yoga o tu genialidad malabar.

Doce fotos de ese instante banal del turista al disfrute del monumento han servido al sátiro israelí Shahak Shapira para darse a conocer, desde el 18 de enero y en el mundo entero, al anunciar Yolocaust (viene de You Only Live Once, aunque, en entrevista telefónica, Shapira se confiesa sorprendido al saber que YO también es la primera persona del singular en español), proyecto que vuelca cada una de las poses sobre pilas de cadáveres de los campos de exterminio nazis.

Con ello, ha disgustado hasta a la comunidad judía por, entre otras cosas, no aplicar rigor histórico alguno. Cierto es que Yolocaust avergüenza a los turistas pero no muestra las colas, incluso bajo la lluvia, de los medio millón de visitantes anuales a la exposición sobre la persecución judía en el subsuelo del memorial.

Shapira cuenta, curiosamente, con una brillante carrera como creativo publicitario. De ahí que critiquen cómo su controvertida galería de imágenes veía la luz casi a la vez que su libro Das wird man ja wohl noch schreiben dürfen!: Wie ich der deutscheste Jude der Welt wurde (Cómo me convertí en el judío más alemán del mundo).

El periódico Die Zeit le acusa de planificar un artificio publicitario, quizás ofensivo. Sin embargo, el semanario se equivoca: el autor creció en un bastión del partido neonazi NPD en Alemania del Este (en el que hasta el club juvenil de fútbol tenía como entrenador a uno de sus miembros). Shapira es desde entonces un activista que arremete como mejor puede, con humor, contra los clásicos xenófobos del NPD, el ascendente AfD y el peligro de un discurso negligente con generaciones venideras de alemanes.

En 2015, el artista fue víctima de una paliza durante las celebraciones de Nochevieja, en el U-Bahn de Hallescher Tor, a cargo de unos chavales (la policía solo logró detener a uno, de origen palestino, que se negó además a colaborar y denunciar al resto) a los que grababa gritar “Fuck Jews, Fuck Israel”.

Pero no queda ahí la cosa, su familia apenas sobrevivió al campo nazi de Treblinka, y otro abuelo murió en los atentados de Múnich en 1972. En conversación con esta periodista, Shapira dice “no tener más miedo” tras la controvertida aparición de Yolocaust: “Me enfrento desde mi infancia a gente del AfD, del NPD, radical y xenófoba; si me amedrentara ante ellos, no tendría gracia”, nos explica.

Como si del destino se tratara, de manera casual, el día de la publicación de Yolocaust, uno de los líderes del AfD, Björn Höcke, dio la campanada al calificar de «vergüenza» para los alemanes el memorial del centro de Berlín. Shapira corrió a dedicarle el proyecto en Facebook.

“La sociedad alemana no debería sentir el recuerdo al Holocausto como algo vergonzoso”, comenta Shapira, sino con “la satisfacción de —ochenta años después de haber gaseado a seis millones de persona— ser el país más civilizado de Europa y el que mejor ha acogido a los refugiados”.

Alemania, como el resto del mundo occidental, afronta un nuevo y difícil reto. El ascendente AfD también logró acaparar decenas de titulares, días antes de la rauda difusión de Yolocaust, paradójicamente, con un engaño publicitario. La nueva derecha radical alemana utilizó la candil foto de un icono de la resistencia alemana al nazismo, la universitaria asesinada por la Gestapo Sophie Schöll, para —con su frase contra los nazis: “Nada más indigno de un pueblo que dejarse gobernar sin resistencia por una casta de oscuros quehaceres”— publicar un banner en Facebook en el que el partido  sentenciaba: “Sophie hoy votaría AfD”.

Si Sophie viviera, más bien les vomitaría. Pero este es el agresivo mundo de hoy, el de las “verdades alternativas” (según la principal asesora de Trump) y el de la “posverdad”, un lío de proclamas y dogmas, puros engaños que, a votantes y consumidores sin conocimiento, o recursos para ejercer el pensamiento crítico, les resultan verdades como puños o maravillosos zascas.

En Alemania, estas manifestaciones y su veloz difusión violan años de concienzudos esfuerzos para, a través de memoriales y exposiciones en antiguos campos nazis, educar sobre un pasado marcado por idénticas estrategias de propaganda y consecuente destrucción. Lo que Yolocaust logra, de manera muy sencilla, es probar nuestro propio boicot: cómo el pasado y el futuro agonizan en pos de un presente harto fugaz.

En un email a esta periodista, el propio arquitecto del memorial apunta sorprendentemente a que los escandalosos selfies concuerdan con un antisemitismo imperante. “Hace varias semanas habló Die Zeit sobre este tema; lo que vuelve a poner de relieve mis observaciones”, afirma desde Nueva York. Se refiere a una conversación en la que asevera que hoy no existiría el “clima” social adecuado para edificar su memorial.

Entonces, ¿son los retratados antisemitas? Aaron Rosen, joven alemán con ascendencia judía y experto en redes sociales, cree que «las fotos de perfil de la gente feliz se deben a que el espacio queda estiloso en la foto”. Rosen siente que la instalación sirve “para el recuerdo en paz y no para enseñar lo estupendas que son mis nuevas gafas de sol”. “Evidentemente —continúa desde su hogar en Neukölln— no puede obligarse a nadie a comportarse como debe, pero creo que Yolocaust ha evidenciado muy bien el asunto».

Melissa L., joven arquitecta casada con un judío cuya madre se vio forzada a huir, con tan solo 14 años, del Berlín nazi, recuerda: ”Trajimos hace poco a mi suegra al memorial y no entendió nada; no se sentía representada”. Melissa también cuenta cómo oyó a Eisenman, hace ocho años, comentar que en el memorial había, desde flashmobs de batallas de bolas de nieve, “hasta una pareja que le confesó haber practicado sexo entre bloques». A él “le parecía fantástico”, declara la arquitecta, quien elige como más idóneo homenaje las placas Stolpersteine instaladas delante de los últimos portales de los deportados.

“Los memoriales al Holocausto constituyen una anomalía hasta cierto punto provocadora: son elementos de gran impacto estético insertados en el espacio público cuya aspiración es invitarnos a reflexionar a partir de la emoción que buscan producir. Pero esas emociones, tratándose del Holocausto, son necesariamente negativas: empatía con el sufrimiento, dolor o culpa”, comenta la germanista Rosa Sala Rose. “A ello se suma que los retratados de Yolocaust son muy jóvenes (…). Lo que aquí se produce es la rebelión del vitalismo insustancial contra la imposición ética del dolor”, concluye.

Finalmente, el viernes 27, Día de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, la web de Yolocaust apareció con un escrito del creador justificando cómo las doce imágenes han sido retiradas a petición de los retratados. Shapira copia y pega el texto del email que le envían, los retratados más irrespetuosos, dos que decían estar en Instagram “saltando encima de judíos muertos”. El email de uno de ellos ruega se le perdone y se difunda su vergüenza.

No ha ocurrido así con otras polémicas anteriores, no incluidas en el proyecto de Shapira, y narradas por la revista Vice, donde se contempla a un grupo de Grindr dedicado en exclusiva a enseñar torso entre los bloques, ¿quizás invitando a un cruising? Y, por los pelos, el memorial superó una peliaguda complejidad al respecto del líquido antigrafiti que cubre los bloques (durante los primeros años de la instalación aparecían esvásticas en ellos), porque la empresa proveedora es heredera de la que fabricaba el Zyclon B para las cámaras de exterminio nazis.

Mientras tanto (y a pesar de que un par de guardias intentan, casi sin éxito, vigilar que ni se corra, fume, salte o coma en el memorial), los niños, fascinados, siguen recorriendo, y llamando al memorial “el laberinto”. Quizás uno donde el escritor Herman Hesse llevaría hoy a su personaje ficticio Demian: “Ha amado y, a través del amor, se ha encontrado a sí mismo. La mayoría ama para perderse”. ¿No es poético, y hasta esperanzador, que donde se representa tanto terror mortal (y allí donde Hitler tuvo el jardín de su Cancillería) hoy se juegue a perderse?

Lara Sánchez para Berlín Amateurs © enero 2017
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