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Das Frühlingsopfer y Café Müller | Dos obras maestras de Pina Bausch en el Opernhaus de Wuppertal

CafeMueller-09-10-2025-Look-0326.jpg Reginald Lefebvre, Emily Castelli, Christopher Tandy - Café Müller © Oliver Look

De los rugidos rítmicos de Stravinski a las arias dolientes de Purcell, la cosmogonía de Pina Bausch recupera su escenario original. El Tanztheater Wuppertal revive hasta el 19 de octubre en el Opernhaus de su ciudad Das Frühlingsopfer y Café Müller, dos hitos que redefinieron la danza contemporánea desde la emoción y la radicalidad.

Los cimientos de un lenguaje corporal trascendental

Das Frühlingsopfer (La consagración de la primavera) marca la consolidación de la estética de Pina Bausch. Basado en la partitura homónima de Stravinski, este trabajo de 1975 se erige como la piedra angular del Tanztheater Wuppertal y el verdadero comienzo de su leyenda. Con él, Bausch transformó el impulso del teatro expresionista alemán en una forma drásticamente nueva de teatro del cuerpo.

La tierra que cubre el escenario excede lo decorativo: es una resistencia tangible que modula el movimiento y se adhiere a la piel. Desde los primeros compases, el ambiente se impregna de una tensión hipnótica, apreciable en el esfuerzo y temblor de los intérpretes. Cada movimiento va escribiendo en el polvo la crónica del sacrificio.

Pina Bausch trasciende el contexto pagano para centrarse en una lucha de sexos instintiva donde la mujer asume el papel de objeto y víctima. Este antagonismo vertebra toda su dramaturgia. La elección de la víctima —la joven del vestido rojo— condensa la violencia colectiva del rito. Cualquier chica podría ser la elegida; todas bailan con ese terror. Los treinta intérpretes masculinos y femeninos basculan entre deseo y dominación, miedo y entrega, mientras el círculo se abre y se cierra en un movimiento orgiástico que funde erotismo y destrucción.

Rito tribal catártico

Das Frühlingsopfer es un torrente de fuerza primaria que arrastra al espectador desde el primer acorde. La partitura de Stravinski —que se desliza de la suavidad a la brusquedad con implacable potencia— aviva como un motor rítmico la energía salvaje del baile tribal. Golpeando el suelo con fuerza frenética, los bailarines evidencian el éxtasis de la extenuación. El clímax estremece por su escalofriante intensidad: el vestido rojo que pasa de unas manos a otras es una sentencia de muerte que circula como un virus letal. En su danza final, espeluznante y conmovedora, la elegida para la carnicería (Taylor Drury) corporeiza la entrega progresiva a la muerte.

De estructura lineal, ágil, dinámica y visualmente deslumbrante, Das Frühlingsopfer lleva el sello indeleble de Pina Bausch. Sujeta a un libreto, esta pieza representa la cumbre de su etapa narrativa antes de adentrarse en los paisajes abstractos de su producción posterior. En ella, Bausch sumerge al espectador en el sufrimiento a través de una coreografía visceral que transita del pánico al espanto. Arraigada en lo sensorial, la obra funde brutalidad y lirismo en un grito corporal convulso. Esta consagración no celebra la primavera: desnuda la vulnerabilidad humana ante su propio deseo.

Café Müller: el alfabeto universal de la fragilidad

Café Müller (1978) condensa como pocas obras la revolución de Pina Bausch en la danza contemporánea. Su aparente sencillez —un café gris lleno de sillas y mesas— se torna trampa existencial. En ese espacio claustrofóbico, donde nadie logra alcanzar al otro, la danza deviene una forma de supervivencia en medio de una atmósfera asfixiante de ensoñación febril.

La coreografía del desencuentro

Estos cuarenta y cinco minutos de pura poética sobre la soledad y la enajenación, con banda sonora de Henry Purcell —arias que van de la melancolía a la devastación—, articulan una meditación sobre el amor y su ruina. La música expresa el lamento que los intérpretes no pueden verbalizar: la angustia de la separación y la búsqueda de consuelo.

En este limbo se debaten dos mujeres sonámbulas —¿o acaso una sola desdoblada en dos?— vestidas con camisones claros como fantasmas de un jardín marchito. Tres hombres de traje oscuro las acompañan; uno de ellos, el amante de la mujer. Construida sobre un estado de alerta permanente, la pieza transcurre en una coyuntura opresiva. Las dos bailarinas, prisioneras de los circuitos blindados de su psique, ejecutan en planos distintos un trance etéreo, donde una es sombra descompasada de la otra.

La danza de los espectros

En Café Müller, el trauma es íntimo y psicológico. La energía frágil y desesperada se propaga al compás de la música etérea y dolorosa de Purcell. Los cuerpos chocan, se evitan, se buscan en un espacio onírico agobiante. Es el baile de unos seres embrujados por una maldición perenne, una agonía coreografiada que es pura y desgarradora poesía del movimiento. Esos versos malditos se construyen sobre loops obsesivos: los golpes contra la pared, el abrazo y la caída sin fin.

De patrones destructivos y una (des)esperanza ciega se nutre la repetición. Son espasmos de un recuerdo atormentado que se repite sin solución, espectros de un malentendido que persiste aun después de la muerte. Cada abrazo contiene la semilla de su destrucción y alimenta un sadomasoquismo zombie que convierte el amor en pura colisión. Los otros dos hombres intentan, en vano, proteger a la pareja de su pasado compulsivo y amargo.

Entre el abrazo y la caída

Símbolos del vacío y del contacto imposible, las sillas frustran el flujo expansivo del movimiento. Un bailarín (Dean Biosca), en una ejecución loable, las aparta a manotazos para evitar la lesión. El tormento se acumula en bucles coreográficos repetidos hasta el agotamiento. La irrupción de una pelirroja, figura del exterior que observa —entre desconcertada y atraída por el magnetismo de los acontecimientos—, introduce un eco de realidad que no revierte la pesadilla.

En esa tensión irresuelta entre persecución y caída, Café Müller opera como un diagrama que disecciona la imposibilidad crónica de conexión. Lejos de ofrecer consuelo, Bausch nos coloca frente al espejo turbio de nuestros abismos internos. Esta materialización del abandono explica la vigencia de la pieza. Décadas después, su eco pertinaz no se extingue: sigue habitando el repertorio silencioso de nuestras derrotas.

En la intimidad de un café o en un rito primitivo: el cuerpo es el campo de batalla donde se libran las fuerzas del deseo, el instinto y la destrucción. Pina Bausch lleva al espectador del trauma introspectivo a la conmoción física y colectiva sin pestañear. Medio siglo después, Das Frühlingsopfer y Café Müller reafirman lo esencial: el Tanztheater Wuppertal, bajo la dirección de Boris Charmatz, transforma cada escenario en territorio de emoción hiriente y delicadeza lírica por medio de una nueva generación de intérpretes que ha hecho del legado de Bausch su propio lenguaje.

Paco Arteaga para BA © octubre 2025
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