A Berlín llegué en el 2006 con una beca Erasmus, una navaja de Albacete y un novio en España. Un novio al que tuve que dejar vía Skype una semana antes de que viniera a visitarme, pues yo para entonces ya había descubierto el mundo Gayromeo y a Marco, un peluquero de señoras y modelo de dild0s.
Marco medía apenas 1,65 m, vivía en Prenzlauer Berg y era dueño de una gata loca y un FIAT Cinquecento viejo. Uno de los hobbies preferidos de Marco, a parte del modelaje de su miembro en silicona, era el cultivo ilegal de cierta hierba en el baño de su casa con el que se sacaba un dinerillo extra cada mes.
Al poco de conocernos me invitó a mudarme a su casa. Su apartamento pintado en color burdeos estaba en plena Schönhauser Allee y era una mezcla de figuras de Buda en artipiedra y muebles del Nanu Nana. Velas, inciensos y mucho papiro egipcio completaban la decoración zen. Aquello era una oda al mal gusto. Las paredes habían sufrido el trastorno obsesivo compulsivo de su gata Lucky Star.
Entre la alcoba y la cocina
Lo nuestro iba viento en popa. Cada noche Marco demostraba sus dotes amatorias en la alcoba y yo… en la cocina. Albóndigas, tortilla de patatas, ensaladilla rusa y hasta alguna paella fueron las armas culinarias que exitosamente aprendí de mi madre y pude poner en práctica en Berlín. En unos pocos meses yo desplegué todo mi arte en la cocina y fui simultáneamente víctima del mismo. Víctima porque la fritanga y mi tendencia genética a engordar provocaron que un día en la piscina Marco se diera cuenta de que los chicos beffy no le iban.
Aquella tarde fuimos a la piscina de Neukölln y, entre largo y largo, el muy capullo me soltó que le resultaba gracioso que se me movieran las carnes cada vez que nadaba haciendo la ranita. Aquel día supe que Marco ya no era para mí. Porque pasamos de dormir cada noche desnudos a hacerlo con pijama de franela. Y tras la noche del pijama de franela llegó la frase de: “Creo que será mejor que esta noche duermas en tu casa”.
Después de tres meses de romántico amor y pasión desenfrenada, sin razón alguna, Marco me puso de patitas en la calle con tres platos de IKEA y un cepillo de dientes. Me rompió el corazón y alguna cosa más… Aquella noche volví a mi casa en la Kugler Str. 83E, arrepentido de haber caído como un tonto y por haberle destrozado el corazón meses antes a una buena persona por Skype.
Velas de IKEA olor vainilla y el trastorno obsesivo compulsivo
Al par de días, yo siempre tan ingenua y en plan Bridget Jones, me presenté en su casa sin avisar con la excusa de recoger una vela de IKEA olor vainilla. Tras tocar la puerta reiteradas veces y no recibir respuesta alguna y como si sufriera el mismo trastorno obsesivo compulsivo que su gata, me senté en la escalera en plan loca a esperar su llegada. Cosa que nunca se produjo, pues Marco estaba encerrado dentro de su casa enseñando su modelo a escala natural a un nuevo maromo. Lo sé porque después de tres horas la puerta de aquel apartamento solo se abrió para dejar salir a un chulazo con cara de satisfacción. Me giré, recogí mi dignidad del suelo y me volví a la Kugler Str. La vela de IKEA se la quedó.
Una semana después, totalmente trastornado y como si se tratara de los hermanos Izquierdo en Puerto Hurraco, resarcí mi dolor pinchando las cuatro ruedas de su FIAT Cinquecento. Siempre recordaré con soberana satisfacción aquel “pssssssss” tras clavar la punta de la navaja en el neumático y bajar la Schönhauser Allee en bicicleta a carcajadas. Estaba ida, perturbada. Pero aquella noche se la debo a Albacete: divinas navajas, por cierto.
Pepe Müller para BA © agosto 2018
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Quién eres por dios!!! Me fascinan tus historias ??