Escrito por: Mi Berlín

“Lo feo en Berlín es tan importante como lo hermoso, o más”

Ines Aparicio

INÉS APARICIO

Un día, hace más de diez años, me encontré con un alemán en una playa de Almería. Me contó que era berlinés, del oeste. Que hace tiempo, cuando él vivía en la ciudad, mandaba a sus amigos extranjeros, que venían de visita, a la puerta del Zoo, la que tiene dos elefantes de piedra. Les enviaba allí porque corría el rumor de que a los recién llegados, si se colocaban entre los colmillos del elefante, les caía un billete de cincuenta dólares del cielo. Símbolo de que les iría bien en la ciudad.

No sé cómo hice ese verano para llegar desde Holanda a Berlín en bicicleta. Y aterricé en medio de una tormenta inesperada, calados los huesos, esperando ver volar billetes como una bendición. Me hacía gracia que fueran dólares y no marcos, y que hubiera que arrodillarse ante un elefante, que es el dios de la abundancia y también de la sabiduría.

Que Berlín era una ciudad simétrica lo empecé a descubrir entonces. Una ciudad donde todo estaba repetido, o todo era doble.

Me compré un mapa y lo doblé por la mitad. Tenía dos ciudades en una.

Y empecé a jugar en la ciudad espejo.

Berlín, ciudad espejo

Fui al doble del jardín zoológico, al Zoo del Este, al Tierpark. A comprobar si los leones rugían en ruso. Me bañé en Wannsee primero, y luego cogí el S-bahn corriendo para bañarme en el Müggelsee, que está en la otra ciudad y aunque el agua es igual de fría y el tamaño casi el mismo, los cuerpos y las caras se veían, en algo, distintos.

Dentro del agua en el lago del Este, me pregunté si las familias que se bañaban conmigo, podrían ser dobles de las familias que se bañaban en el otro lado. Con la diferencia de que en el Müggelsee, siguiendo alguna tradición socialista, nadie usaba bañador.

Es verdad que en la ciudad espejo, el Este es más desnudo, menos recargado, en apariencia simple, de color gris neutro, de fachadas limpias y luz plana.

Pasé todo el verano desdoblándome entre dos puntos cardinales. El Norte y el Sur quedaron en segundo plano y descubrí que para mí, Este y Oeste nunca habían tenido tanta importancia en la vida como hasta entonces.

Oriente y Occidente era el tema de nuestras conversaciones por las noches y decidimos que el mundo estaba dividido, por primera vez, a través de una línea vertical imaginaria. Como un libro, como una mariposa o como nosotros mismos.

Y seguí con el juego unos meses más. Fui redondeando en el mapa los lugares simétricos que iba visitando. Los pintaba por colores. Las estaciones son blancas. Ostbahnhof, donde paraba el tren de Moscú y Lehrter Bahnhof a donde llegaba el de París, que todavía olía a crêpe dentro de los vagones.

Los aeropuertos eran claramente azules. Dos en el Oeste y uno en el Este. Asimétricos. No eran muy grandes entonces, y tampoco podías llegar tan lejos. O sí, hacia el oriente hasta China, porque el Norte y el Sur no importan.

Y no importan hasta que llega el invierno y la luz pierde el contraste. Cuando se hace de noche casi seis meses al año me pongo las gafas de ver para no confundir a las ratas con los zorros.

Es ahí, a mediados de enero, cuando uno toma conciencia de que además de estar entre el Este y el Oeste, también está al Norte, y anhela con muchísima fuerza volar al Sur.

El Sur entonces, es el deseo.

Adoptar personalidades en los Hinterhöfen

Al principio los lugares me seducían por sus nombres. Y aunque Berlín nunca me ha parecido una ciudad sexy ni el alemán un idioma muy erótico, reconozco que todavía me recorre suave un escalofrío por el cuerpo cuando alguien me dice Hohenschönhausen al oído. Alguna vez ocurre que oigo recitar deprisa todas las estaciones de la U1, se me eriza la piel.

Cuando decidimos que nos quedaríamos en Berlín para el resto de nuestras vidas, empecé a soñar con lugares de la ciudad por los que aún no habíamos pasado. En psicoanálisis lo llaman acción posesiva inconsciente, y es muy común que suceda en los días posteriores a la toma de una decisión trascendental.

Con lo que más soñaba era con Hinterhöfen, con patios interiores berlineses. Quería poseerlos todos, que todos fueran míos, vivir en todos los patios interiores de la ciudad, adoptar diferentes personalidades según me encontrara en un patio o en otro y quizás definir la mía propia en Berlín, que es una ciudad llena de fantasmas.

Durante una época, por las noches, me convertí en un crápula de 45 años que arregla bicicletas robadas por el día, y que no duerme porque hace música trance experimental de madrugada. Me convertí también en Frau Müller, que lee el Bild por las mañanas en su Sessel estampado mientras bebe aguardiente de maíz. No me gustó ser Helga, que vivía sola y aburrida en un Hinter de Prenzlauer Berg rodeada de familias corazón con dulces niños rubios de escuela Waldorf.

Fui también un padre de familia turco, que aunque había nacido en Alemania y las cosas le iban bien en su taller mecánico, se negaba a llevar encima su Personalausweis donde decía nacionalidad Deutsch, y definía su color de ojos como negros. Me gustó ser snob, francesa y rubia, hablar cinco idiomas, escribir artículos comprometidos con la causa argelina y recorrer las nuevas coctelerías elegantes de la Torstrasse que tienen nombre de canción de Gainsbourg.

Me encontré muy cómoda en la piel de Britta, que venía de un pueblo del sur de Baviera y hacía ropa interior de ganchillo con aire vintage. Ser Jonas me gustó, me podía tomar la licencia de no dejar propina con el café negro de las diez porque luego organizaba lecturas literarias por las tardes en el mismo bar de siempre.

Tuve tantas personalidades de Hinterhof, que por las noches cobré la ayuda social cientos de veces. Fui vegetariana, vegana y ecologista, comí muchísimos Kuchen de trigo sarraceno y espelta. Pasé por una etapa que sólo era hombre-salchicha y vendía Bratwurst calentitas a la salida del U-Bahn de Warschauer Strasse, después cuando llegaban los domingos, lloraba solo en una esquina del Hinter si mis amigos me animaban a hacer barbacoa en el parque. Estuve embarazada cientos de veces, y no hubo ninguna sola que no me apeteciera tomar un Heisseschocolade mit Sahne después de la clase de yoga que me preparaba para el parto en casa.

Ser camarera y artista me agriaba mucho el carácter por las noches, tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo, sobre todo cuando me pedían una Heffeweizen con zumo de banana, esos días me levantaba de muy mal humor. Casi igual que cuando me tocaba trabajar en cualquier lugar con sufijo Amt, y se me destrozaban las uñas postizas con ondas moradas al rellenar las casillas vacías de los impresos, con esos bolígrafos carcomidos.

Tuve mil nacionalidades, me gustaba mucho ser italiana, vivir en el sucio Hinter de la Köpi con mis perros y no perderme ni un solo concierto de la Banda Bassotti. Polacos, rusos, checos y eslavos en general fui también muy a menudo. A veces ricos, y vivía en los Hinter de Savignyplatz, o en Grünewald, a veces pobres y vivía en los pocos que quedaban en Magdalenenstrasse.

Limpié retretes, toqué el piano en la Spiegelsaal del Clärchens los domingos a las doce, canté Lili Marleen completamente borracha en un teatro sin público de Neukölln, fregué los platos de mi WG un par de veces, trapicheé en Kotti, me acosté con todos los hombres que medían 1,83 en el GayRomeo, e incluso en una ocasión, llegué a ser un revisor obtuso que ponía multas sin piedad en Jannowitzbrücke.

Después de aquello estaba tan abrumada y perdida, que la AOK decidió pagarme una terapia de varias sesiones con una psicóloga chilena, cerca de Fehrberlliner Platz. Para llegar hasta allí una vez por semana tenía que cruzar muchas fronteras, las mentales y las físicas.

Sopa en la frontera

Berlín es una ciudad fronteriza. Tokio, El Cairo, Nueva York o Singapur son ciudades que tienen sus límites, que si quieres los atraviesas. Pero en Berlín estás obligado a cruzar la frontera muchas veces al día, generalmente sin darte cuenta. Cruzar ahora es suave, aunque siempre dependiendo de donde vengas.

Comer sopa en la frontera es una de las cosas que más me gusta hacer en Berlín. Comerla en un lado y digerirla en el otro. Uno de los mejores sitios para comer sopa fronteriza es el Markthalle de la Pücklerstrasse. Después de una Schwarzwurzelsuppe a finales de octubre, dan ganas de hacer zig-zags entre el Este y el Oeste. Muy rica está también la Nº5 de los vietnamitas de Falkensteinstrasse, pero igual que el perfume de Chanel, puede resultar indigesta si la tomas a media noche.

Hay un restaurante mínimo al final de Potsdamer Strasse que sirven un caldo de pollo que da melancolía. A mí me gusta tomarlo y después darme un paseo cerca de la Neue National Galerie, el edificio moderno más melancólico de toda la ciudad. Voy allí siempre que me dejan por otra que tiene una conversación más inteligente que la mía; al camarero de piel naranjita de rayos uva le encanta hablar de las playas españolas. Luego me retiro a llorar al baño, me limpio el rimmel con papel, porque en Berlín siempre hay papel, y salgo de allí pensando cómo es posible que la palabra Leidenschaft suene tan desapasionada para algunos.

Aquí la infelicidad no está mal vista

Una tarde me preguntaron en la terapia si yo era feliz en Berlín. Una parte de mí, la más rápida, contestó un rotundo no. ¿Por qué no te vas entonces? Y me imaginé emigrar a otro sitio donde no existiera una calle tan fea como la Karl Marx Strasse, ni una avenida maravillosa como Karl Marx Allee. Otra vez las simetrías.

Lo feo en Berlín es tan importante como lo hermoso, o más. No creo que haya ninguna guía que describa Alexanderplatz como un lugar con encanto. Pasar por allí es perderse entre los olores a fritanga rancia, las malas caras, las palomas sin patas. Es una plaza sin forma de plaza, o simplemente sin forma de nada. Me gusta así.

En Berlín es tan difícil ser feliz como en cualquier otra ciudad del mundo, pero aquí la infelicidad no está mal vista. Si tienes un día malo, puedes salir a la calle y gritarlo, descubrir eso es muy liberador. Así que si te encuentras con alguien sonriente, piensas que algo va mal o que ha llegado por fin la primavera.

La primavera. Es entonces cuando se te olvidan las simetrías y las fronteras, cuando llegan los espárragos, las fresas y no te importa trabajar en lo que no quieres. Ese momento no dura mucho, creo que se parece bastante a la felicidad y aunque no hayas visto nunca caer dólares del cielo, ya no quieres marcharte a ningún otro lado. Te va bien en la ciudad espejo.

Inés Aparicio para Berlín Amateurs © enero 2013
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