Escrito por: Alemania Sociedad

La Señora Albóndiga & The Baltic Show

ostsee alemania rügen

Este ha sido un verano calenturiento para la Señora Albóndiga, que ha estado a punto de ver cómo se le arrugaba su perejil bajo los 38 grados del humedal y picadero posmoderno que es la capital alemana. Los caretos patrios derramando brillo en la U2 y los perplejos turistas sudeuropeos –preguntándose por qué la avanzada capital fomenta la pringue de viajeros en un S-Bahn sin aire acondicionado– le han hecho gracia, aunque solo ocasionalmente.

En la mañana de Ostkreuz en la que vio una pota del About Blank o del Renate –vaya usted a saber– en plena zona entre las puertas de la S7, abarrotada de viajeros a los que no les quedaba más remedio que arrejuntarse, aun pisándola, y mientras respiraba el aire de la ventanilla a la sazón contaminado de esa masilla de dóner, keta, vodka y gástricos, nuestra expatriada se sintió en peligro de combustión y podredumbre. Las fotos de Mallorca invadían el Feisbug y Frau Albóndiga decidió escapar una sola jornada a comprobar el mito del mar del Báltico, por la ganga de 36 euros ida y vuelta en tren, y aún sin saber que con ello se adentraría en todo un mundo de ficción y artificio.

¡Ay, la Renfe alemana! ¡Qué gran prodigio de malentendidos, dimes o diretes! Días antes, los noticiarios abrían con una serie catastrófica de retrasos y anulaciones por culpa de los conductores de la Deutsche Bahn, que bien estaban en Torrevieja, o bien de baja por enfermedad. Y a la señora Boulette, que ya iba en el Regional con pamela, la hicieron bajarse en un lado, cancelarle otro, y finalmente hacerla bajar de nuevo, ya adentrada en la isla de Rügen, para cumplir con su trayecto en un bus local.

La parada final: Ostseebad Binz. El resort del Báltico antes gris comunista con una de las playas más extensas de la isla. Todo un acierto para olvidarse de la ciudad de la fiesta y el semáforo apresurado, del ahogo de las colas ante tanto open air, o de las sagradas cacas de pato y las colillas en la arena del Mügelsee. Adiós a hacer el indio y a la proliferación de posters electorales y Willkommen a la más sincera Alemania, con Binz a la cabeza, cual lugar de película.

Para lo que es una noche, la Albóndiga fue a todo trapo al Hotel Villa Salve, una de las auténticas edificaciones blancas de principios del siglo pasado que se acuestan sobre la orilla y paseo marítimo del resort. Ni una colilla en el suelo, ni una mancha, ni un agujero en cada tramo del pueblo; tampoco vio ni a un turco, ni a un vietnamita, ni a un solo turista europeo. Solo alemanes planchados y dorados, de regiones antagonistas al Berlín salvaje, con pinta de abogados, doctores, agentes de seguros y/o inmobiliarios, y sus mujeres y niños, acompañados de bellas razas perrunas con pedigrí.

La Albóndiga boquiabierta, disfrutando de semejante espectáculo, hizo la de la palma en el timbrecito de la recepción, mientras observaba bajo el ala de la pamela fotos de ilustres huéspedes como Mete Marit y su príncipe noruego o –la imagen más inesperada– un moreno de gabardina, posando con su colega Kohl mientras –la entonces asistente– Merkel sale en un esquinazo, ya frenética por posicionarse en la oportunidad fotográfica. Felipe González, en 1994, a punto de ceñirse sobre él el maremágnum GAL y acostumbrado al Coto de Doñana, se muestra complacido en la imagen junto al Canciller a pie de villa. Eran tiempos recientes, pero otros. ¿Quién imagina hoy a Zapatero o Rajoy, de tournée por la costa báltica, como invitados de honor de una socialdemocracia europea que hoy delira por todos sus poros?

Mobiliario Biedermeier confeccionado en Italia y vistas parciales al mar. La huésped se esfuerza por escucharlo rugir desde la ventana de la habitación, pero nada de nada. Queda nadar, al menos. Baja por el senderito desde la terraza de su hotel al paraíso de los mil sillones de mimbre a rayas, para encontrarse una vista oceánica parecida a un plato de sopa Campbell. Ni una ola, ni una corriente. El mar parece pintado. La arena es fina y no quema. De un momento a otro, la Albóndiga teme detectar la salida del Show de Truman por un lateral del azul, allá en el horizonte, justo donde hay colocado un bellísimo velero.

Al igual que en la película del mundo irreal televisado, Binz enseña sus casitas blancas, los geranios radiantes en maceteros piramidales de perfecto orden, una colosal escultura de arena de una sirena que sonríe perenne, pinos brillantes de rama a los que no hay viento que mueva, y ni un grafiti o desastre de spray en sus portales. Se pasea entre una población idílica: los niños no chillan, no hay pensionistas a la caza de botella y ni un solo tatuaje a la vista. Los puestos hippies de cualquier zona veraniega en la costa son allí casetas prefabricadas a juego con las villas. En una de ellas, un pintor disfrazado de boina ladeada y batín hace predecibles retratos. Al final de la playa se sitúa el reservado para perros y FKK. Desnudos y bestias a lo lejos. Allí acampa nuestra Albóndiga, buscando el lado salvaje de la vida y deseando rebozarse en salitre.

El merecido baño de la Albóndiga en el agua cristalina, obscenamente limpia, resulta alborotado. Cuesta encontrar la profundidad adecuada para la braza mariposa y bajo sus pies comienza a notar chupetitos leves y extraños. Sus ojos como ajos, abiertos en pleno blanco, se percatan de cientos de medusas a su alrededor: ¡horreur! ¡que le pican y no tiene Krankenkasse! Hace el sprint de Johnston-Lewis hasta la orilla, en un principio histérica, para finalmente disimular su ridículo, recuperando la dignidad corporal y el equilibrio redondo. Resulta que las medusas, tal y como en la gran pantalla, parecen decorativas. No pican ni partiéndolas –como una pescadera a un bogavante aún vivo– en dos.

Para cenar, ¿un buen restaurante tradicional local? Ya saben, una antigua taberna de pescadores o de la gente del pueblo, algo con identidad propia. Pero es imposible, los locales están al servicio del ideal turístico más artificioso; algunos ofrecen ostras, otros sushi y alguno venden hot dogs con champán. La Albóndiga se decanta por el menos estridente; un salón de baile del pueblo en invierno, más lejos de su calle principal, donde prueba el pescado de la zona: el Ostsee Dorsch. Una especie de bacalao al que no le encuentra especial sabor, ni por los 17 euros que cuesta el plato. Y ella que soñaba con un rape, unas huevas… algo vibrante al paladar, en definitiva.

A las 11 de la noche el paseo marítimo es escenario de los últimos de Filipinas ya en retirada. En un mundo feliz, todos se acuestan pronto. Las calles se vacían, los Porsches ya están aparcados y la Albóndiga, ya mosqueada, sigue mirando de un lado a otro para ver si encuentra una ruina arquitectónica o quizás a un hipster confundido de esos que llegan a creerse que no es hipster. El mar sigue sin deleitar los oídos y en Villa Salve termina su actuación una cantante con guitarra y acordeón. Queda el dormir a lo bestia en la cama Biedermeier y un espléndido buffet desayuno en la terraza.

A la mañana siguiente se alquila una barca a pedales. No hay surf, pero sí divisa a niños en la banana tirada por barco a motor. Se divierte con sus caídas, excelentemente calculadas por el conductor. De vez en cuando, un Achtung desde los altavoces indica riesgo de infante perdido. Por la orilla pasea un carrito de helados que tienta a las familias a base de un tintineo suave de campanilla. Nada que ver con el griterío de las playas gaditanas, ese que locales e inmigrantes han perfeccionado como una canción mientras portan la nevera: “Hay heladouu, oigaaaaaaaaaa”. “Melooone, piiiiiñacocouuu”. “Servessaaaaa, Cola, Servessaaaaaa”.

Antes de partir, la Albóndiga pasea, ya integrada, comiendo un helado de doble bola por el centro del paseo marítimo. Las niñas se atreven a dejarse hacer trenzas multicolor por una familia algo hippie con tenderete. De reclamo: el famoso busto de la Barbie a tamaño real para hacer de peluquera. Barbie con su trenza jamaicana sonríe inmóvil mientras, cada hora, en el famoso paseo dique de la playa, aparca un ferry de excursiones por la isla. Boda –cómo no– a la vista: la novia lleva un barroco vestido de escote apretado color salmón y pelea contra la arena para la foto oficial. Se levanta el faldorrio –con el mismo estilo con el que una abuela española levanta la colcha a flecos de la mesa brasero– y aparece el esperpento visual: botas cowboy de piel de cocodrilo y liga a juego.

Para compensar el shock, nuestra Albóndiga descubre en un lateral de la playa la única pieza de valor artístico. Una interesante osadía del nativo Ulrich Müther. El creador del extravagante Planetarium de Berlín, y miembro destacado de la arquitectura futurista de la Alemania oriental, plantó a la orilla de Binz una cápsula espacial –una especie de ojo que lo ve todo– a modo de caseta de vigilantes del resort. ¿Es un ovni? ¿Es un bar de carretera cósmica para camioneros del más allá? “¡Ajá!”, piensa la Albóndiga de lejos, “seguro que aquí es donde se esconden las cámaras de Ed Harris” y de ello se marcha convencida en su tren hacia Berlín.

El resto, ya lo sabemos, es imperfección.

El tren IC32 baja a la capital alemana según cae el sol. Hay un pasajero, con pinta de una vida de excesos, que vomita en la papelera de un compartimento mientras el revisor pide despótico los papeles a la Albóndiga. Nuestra viajera ya está triste por dejar atrás el rincón de calma y buenos modos que es Binz. “Queda el glamour del vagón restaurante”, piensa ilusa, pero no hay nada más lejos de su imaginación: la joven camarera, quizás oriunda de Marzhan, no quiere servir ni a un pasajero más, rugiéndole a la viajera que se vuelva por donde ha venido porque ya están todas las mesas llenas. La Albóndiga no se atreve a replicar, a pesar de que alguna mesa ha sido invadida por comensales sin reserva de asiento, que no comen y apuran una cerveza entre cuatro, jugando todo el trayecto a las cartas. “Ay, Felipe, cómo han cambiado los tiempos”, reflexiona nuestra pasajera.

Para olvidar, decide revisar las fotos de su estancia en el mundo burbuja al ritmo de las quejas de un estómago hambriento. Al llegar a la de cientos de gaviotas sobre el mar, y antes de alcanzar su destino, cae en un ligero sueño en el que imagina sufrir una metamorfosis en la cápsula de Müther y pasa de albóndiga a musa medusa de las aguas cristalinas de Binz. Según chirriaban los frenos del tren a su llegada, nuestra amiga aún fantaseaba con el mejor plano de reality, donde la preciosidad de sus formas acuosas, que no pican, se revelaban a los ojos y manazas del Jim Carrey más histriónico y feliz.

La Señora Albóndiga para Berlín Amateurs © septiembre 2013
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